Con veintitantos empieza ya uno
a conocer el número de muertos
exactos de su vida. Me pregunto:
¿A dónde huye el crimen?
¿Qué pensarán sus madres?
Yo que porto un pedazo de mi eterna
juventud en la cabeza, pregunto:
¿a cuántos chavalitos les cerré
los ojos tras caer sobre el cemento?
¿a cuántos chavalitos
vi cómo desprendían el último suspiro?
Conocí la violencia tan temprano
que no le tengo miedo.
Conozco el odio dilatado, cóncavo
aliento de la boca del infierno,
desesperanza incandescente, ríspida.
Aquí los niños juegan con balas de verdad
y nadie está orgulloso. Nadie. Nadie.
Aquí las madres lloran asesinos
que sólo tienen diecisiete años.
Las tumbas son vendidas a un precio prematuro
por miedo a que se acaben las zanjas en el mundo.
Los hombres que mataron a mi madre
no saben de este odio que les tengo.
Maldigo la miseria que desprenden;
la glock que sostenían entre manos
la bala disparada entrando al cráneo.
A dónde habrán huido estos cobardes,
a qué Dios rezarán por las mañanas.
Quiero encontrarlos, vernos frente a frente.
Tomarme la venganza con mis manos,
ir en contra de Dios y sus principios.
Saltarme los pecados capitales,
cortar su piel en trozos tirársela a los perros
ver cómo se desangran lentamente
pidiéndome perdón entre sollozos,
dispararle a su alma siete veces
en nombre de mi madre
en nombre de mi madre
en nombre de mi madre.
Ana, mejor amiga de mi madre,
fue violada por Maras hondureñas.
Una partícula de fuego ondeó
por su vientre hasta dulcificarlo.
Un jirón de aspereza, un sabor ácido
agridulce, compacto, débil flujo
de aquello que no está premeditado.
Limó su tristeza, le dio forma de risa,
enterró el busto oscuro de la lágrima.
Supo interpretar la doliente astilla
que se clavó en su pecho.
«Sacadla, sacadla de aquí», gritaba.
Es tarde ya y pronunciar tu nombre
me salpica la boca de sangre,
memoricé tu rostro, dediqué
salmos a los fantasmas cargados de perdón.
Leí la Biblia en todos los idiomas,
y en todos los idiomas fui maldito.
¿Qué culpa tengo yo de haber nacido
en un vientre descarnado?
¿Qué culpa tengo yo de haber mezclado
la sangre con el llanto?
Lo admito soy culpable.
¿Mi condena? 1420 años de cárcel.
No apelaré condenas en mi nombre,
ya lidio en mi cabeza con espectros.
Esos que a medianoche me taladran
los sueños con preguntas:
«Habla, ¿por qué lo hiciste?»
Si supieran que vivo por sus voces,
galerías de muertos me acompañan.
Las penas de los niños no maduran
en sus ojos hay gotas de nostalgia.
«Los pobres morirán con la desdicha
clavada en sus encías», decía mi abuelita.
Me veo en esos niños reflejado,
en el que huye de los pandilleros
—la violencia es un juego de tiranos
y hay quienes no nacimos para la tiranía—
en el que vende agua fría por la ciudad
y grita: «Agua helada a dos pesitos».
Son mi espejo, me reconozco en ellos.
Soy todos esos niños disecados
que cruzan las montañas más inciertas
que limpian sus encías de desdicha
que cubren sus infancias con promesas
que creen en los libros como antídoto.
Soy todos esos niños disecados
pendientes a los golpes de la vida.
El lóbrego disparo suena lejos
la bala cae cerca
el niño horrorizado ya no teme
la realidad hostil en la que vive:
balaceras, pandillas, hurtos, muertes.
Le han partido la infancia,
la vida le ha quebrado su inocencia.
Sólo queda escribirlo y eso hago,
el miedo disminuye
si escribes lo que duele.
William Alexander Gonzalez
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- Centroamérica como dolor - 11 abril, 2025
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