A las madrugadas maúllan los lirios,
y yo recito para la orilla
del silencio.
Alguien cierra los ojos
y aparta la mirada a la luz,
negándola.
Esta noche han querido robarme
el peso de mi nombre y he desnudado
mi piel,
la envoltura que cubre el pequeño nido
que llevo por dentro
y he llorado entre el trigo asfixiado.
Con los brotes he hecho una cabaña,
donde esconderme de la inmortalidad
del tiempo y crear sendas para
los momentos de fuga del alma.
Es un mes feraz para las malas hierbas,
para el aire inmóvil y caliente sobre la tierra.
Despacio ha ido saliendo el sol,
no pude ver irse la soledad.
Juro que aún no había levantado
las persianas y yo ya presentía
que el campo estaba dolido
y entonces,
la tierra me ha susurrado que sabe
de razones,
de la evolución del amor y del
ciclo de la muerte.
¿Sentirá la noche su envejecimiento
cada vez que el sol comienza a salir?
Quizá ella también piense que
ninguno podemos
alcanzarnos a nosotros mismos,
como un hielo cristalizado,
un hueso que sobresale
o una magnolia que deja caer a
su único esqueje.
Al amanecer,
el campo promete un nuevo amor
y mi corazón suda por medio del cuerpo,
yo procuro traducir la humedad, el reflejo
y la herida blanca que nace enredada al sol.
A la mañana estallan las murallas entre dos
aguas,
surge la ternura y entrego todo
que quiero que
transmute,
riego las flores y en el reflejo del agua
veo mi pecho como una ventana abierta.
Me han crecido alas y las agito
para soltar el dolor,
para calmar la sed,
para sostener la muerte ajena.
Pronto va a cerrarse el cielo y la memoria
de la tierra va a volver para decirme
que ha visto cómo se han deshecho los últimos
rayos del día y un resplandor va a cegarme
al ver germinar brotes del sitio exacto
donde enterré la pena, el dolor y el hambre.
Dafne Gonzalez Villar
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