Asistir al ensayo de una obra de teatro siempre te provoca la sensación de ser un intruso. Parece que miraras a la musa del teatro desvestirse en su camerino. La observas entre telones entornados, casi no alcanzas a verla, como quien mira a través de una cerradura, y ella se desnuda lentamente. Primero se quita los ropajes formalistas, las torpezas lingüísticas – te ve y no dice nada–, después, esa lencería de papel y tinta, se deshace del texto, ¡lo lanza al suelo!, y la musa se queda así, desnuda, como realmente tuvo que imaginarla su autor.
Ramón: Ya me he perdido otra vez, ¿qué tocaba ahora?
Irene: Las segunda mujer de Cervantes, esa que…
Ramón: ¡Ah, perfecto!
La incomodidad y la lujuria aumentan cuando, sabiendo que la miras, ella se levanta de la silla y comienza a moverse. Está bailando. Tú te quedas embobado, absorto en su curvas literarias, hasta que se abre el telón, o se cierra – qué se yo–, y el actor y el músico empiezan a comentar los errores y las dudas, y te das cuenta de que es sábado, de que estás en un ensayo de teatro y de que acabas de ver un anticipo de Enredando con los clásicos.
Ramón: Mierda, me he vuelto a perder.
Irene: ¿Quieres volver a empezar?
Ramón: No, no, que con tanto lío de papeles, he armado un taco…
Naiel Ibarrola, invitado asiduo de la Espiral, nos propuso ir al Pabellón 6 para que disfrutáramos de una sesión cerrada de este espectáculo y nosotros volvimos a infiltrarnos en ese mundo de decorados gigantes, vigas de hierro y telones negros. La propuesta inicial de Enredando con los clásicos consiste en una revisión metaliteraria de pedacitos de El Quijote, El Buscón y de algunas poesías eróticas del siglo del oro, entre muchos otros textos. Ramón Barea, último Premio Nacional de Teatro, interpreta breves fragmentos de estas obras y nos guía por los momentos estelares de la literatura hispánica; mientras, Naiel ambienta la lectura con su música, con sus atmósferas.
Pero Enredando con los clásicos es mucho más, o eso me pareció a mí. Es una oda a la literatura. ¡Una locura, una demencia coherente, tan bonita, tan placentera! Ramón Barea, o Alonso Quijano, o el Lazarillo, o Quevedo, o quien sea que hable por su boca, nos arrastra a través de la historia de la literatura, se enreda y nos hace disfrutar como niños con textos a los que el bachillerato volvió aburridos. Las notas se vuelven, irremediablemente, un hilo conductor.
Irene: Brasas no, basas, es ¡BASAS!
Ramón: Ah, sí, claro, basas… ¡Las basas de marfil, vivo edificio obrado!
Si para la ciencia el agua es un conductor universal, en el arte esa función la cumple la música. Naiel está armado con cachivaches extrañísimos, un arpa con un nombre que no es de arpa, salterio, y e-bow, que reverbera su esencia. Nuestro colaborador espiraloide acaricia un NordStage y hace que la realidad suene a literatura. Insufla a Ramón con un acordeón estridente y éste corretea por el escenario. Es un espectáculo de momentos efímeros – seguramente eternos–. La batalla entre las narices de Góngora y Quevedo, ah, suenan notas de guerra y aparecen los cañonazos discursivos, Ramón grita, ¡brama!, Naiel lanza cadenas y cascabeles contra el saliterio, Ramón dispara los textos desde sus atriles. De pronto. Suena una cajita de música, el pianista hace girar la manivela con calma. Nuestro dramaturgo reaparece en el escenario en forma de mujer pudorosa, coquetea con el piano y habla de que no sé quién le come el quiriquiquí. Vemos pasar personajes, Naiel sopla un requinto, y continúan las lecturas. Contemplamos la muerte de Don Quijote de la Mancha: notas graves en el piano…
La obra la protagonizan las atmósferas musicales de Naiel (que ilustra los textos con melodías) y la voz de Ramón (un loco cuerdo que baila y se tropieza y se enreda durante una hora con los grandes mastodontes de la literatura). Y, de fondo, aparecen imágenes, reminiscencias proyectadas en el escenario.
De momento, sólo habrá una única función. El martes 10 de junio a las 20:00. En el Arriaga. (¡Mañana mismo!)
Irene: Y de los textos de la edad de Oro, ¿no habría que quitar alguno?
Ramón: En lo de la edad de Oro, insisto, ¡no sé qué cojones he imprimido!
Martín Ibarrola
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