A 36000 kilómetros sobre un África asfixiada, apenas sientes el tirón gravitatorio. Los cuerpos flotan libres. Libres y burlones en el interior del anillo artificial que circunvala el Ecuador de nuestra moribunda Tierra.
¿Y qué hacía yo, una joven terrestre, cercana a la treintena, allí? Supongo que ayer quise volver a verte.
Decenas de personas caminaban por el boulevard. Hombres y mujeres de las colonias, con sus cuerpos mutados por las condiciones de sus planetas y lunas. Gigantes flacos caminaban con enanos fornidos. Observaban a los humanos a los terrícolas por encima del hombro, superiores a nosotros. Somos desechos, los parias del Sistema Solar que luchamos por ser reconocidos a base de implantes. Un mundo asfixiado por la polución y nuestra propia podredumbre. Muchas veces comprendo a aquellos que intentan diferenciarse de su especie original con la biotecnología, -¡La salvación del terrícola!- braman los teletipos holográficos, -¡Sé superior!- Taladraban.
Meditando sobre aquellos mensajes, te vi caminar detrás de dos humanos de las lunas jovianas. Con las flácidas alas ionizadas colgando de sus omoplatos, avanzabas orgulloso entre los viandantes, en dirección al saliente de caída, desafiando la muerte. Tu cuerpo estaba deformado por los implantes biotécnicos. La caja torácica hinchada, y la superficie sedosa y arrugada de las alas que se bamboleaban a cada uno de tus enérgicos pasos. Tu mirada, oculta tras unas gafas de lentes circulares pegadas a tu rostro por una membrana, estaba centrada en tu objetivo.
Hermano mío, tú que fuiste un volador, un amante del aire, un veterano de las corrientes. Un soñador, un explorador moderno, te presentaste por la estación, inmortal, endiosado.
El accidente no te había pasado factura pues seguías igual de orgulloso, inconcuso contra la salvedad. Ya no eras aquel adolescente egoísta que decidió abandonar a su familia para cumplir un sueño. ¿Un sueño? ¿O tal vez huir de la degeneración de la propia degeneración de la Tierra? ¿O, quizás, engañado por la publicidad? Preguntas que buscaban respuesta, preguntas que nunca te formulé por temor, por no herirte, por alejamiento…o por todo ello.
Antes del fatídico accidente, habías sido uno de los mejores voladores del circuito deportivo. Obsesivo, meticuloso, exigente, enfermizo.
Ayer iba a ser el día. Aquel que intentaría abordarte y aceptar la respuesta de tus finos labios. Aquel que intentaría resolver la duda que me carcomía la cabeza. Quería conocer el motivo por el cual me dejaste.
Todavía recuerdo aquel día. Yo me encontraba en mi habitación mientras me ocultaba con la colcha intentando expulsar los gritos que ascendía por las escaleras. Nuestros padres discutían sobre tu futuro, pero todo ello concluyó con un portazo que reverberó en la casa entera. Mi otra mitad me había abandonado para siempre, para no volver jamás.
Nuestros padres te repudiaron de sus vidas. Para ellos, yo era su única hija. Ellos te echaron de sus vidas, pero yo te atesoré en mi interior, siguiendo tu carrera profesional.
Y nuestra conexión se cortó horas antes de recibir la noticia.
Mis pies me llevaron a la sala de observación contigua a la rampa de salto en donde él te concentrabas para saltar. No te percataste de mi presencia pues estabas más ensimismado en la colocación de tu máscara osmótica.
Realizaste los ejercicios de calentamiento previos al salto. Flexiones, estiramientos de extremidades en el ambiente de gravedad cero. Cuando estuviste listo, te aproximaste al final de la plataforma y te colocaste en posición para saltar, con la rodilla izquierda flexionada sobre el suelo y las yemas de los dedos acariciando el borde. Ya, preparado, realizaste el movimiento final, el clímax de aquella danza de preparación; despliegue multicolor de las cuatro alas en forma de x compuestas de escamas rígidas. Una descarga de electricidad ionizó el material conductor de aquellas extensiones corporales mostrando un mosaico de ocres y carmesíes.
Estabas en posición para saltar, para iniciar el vuelo y sentirte vivo. Un. Dos. Tres. Cuatro eternos segundos en el que el tiempo se dilató, y el aleteo hipnótico de tus alas rompía el universo sin movimiento. Aquel instantes ante de precipitarte al vacío, en que la adrenalina se distribuye por tu cuerpo, en el que se enfrentaba contra la adversidad, solo contra el límite entre el azul cálido y la fría negrura del exterior, giraste tu rostro hacía mí y me sonreíste.
Yo, impulsada por un resorte me estampé sobre el material transparente que me separaba de la muerte negra. En vano, intentaba advertirle sobre el peligro, de la fatalidad sobre la que se abalanzaba.
En apenas unos segundos te convertiste en un punto que se precipitaba hacía la tierra, cada vez a mayor aceleración y velocidad, buscando una corriente magnética para iniciar el planeo.
Te perdí de vista en la inmensidad de un África sin nubes algunas. Igual que el día de la tragedia. La misma mañana en la que dicen que te adentraste en un grotesco comulonimbus rabioso para salvar a una competidora. La tarde en que te encontraron flotando en el Océano Índico.
Otro día sin obtener preguntas, otra semana con mi alma carcomiéndose, otro mes sintiéndome culpable ¿Por qué? ¿Por qué no quisiste saber nada de nosotros? Tantos porqués que me gustaría formularte pero ya es tarde para contestar pues estás muerto, y yo, sin respuestas, me siento incompleta.
Gaueko Mateo
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