El tema de las mitologías y de las informaciones cifradas que contienen en sus relatos –casi siempre llenos de sabiduría- me ha interesado desde hace mucho, mucho tiempo.
Tengo una intensa curiosidad por todo aquello que pueda dar explicación a fenómenos que, aparentemente, no la tienen. Estoy seguro, sin embargo, de que si buceáramos un poco en ellos, lo encontrado dotaría de mayor sentido a nuestra vida.
Pertenecemos a una cultura tan absolutamente literal que, armados de lógica y de racionalismo, hemos espantado todo aquello que consideramos misterioso sin darnos cuenta de que con ello hemos perdido una parte muy importante de nuestro ser.
Ya no nos dejamos fascinar; trivializamos los encantamientos y reducimos la seducción a penosos spots publicitarios. La mentalidad de tenderos o de técnicos “eficientes” nos aleja de todo aquello que supere la capacidad de nuestra lógica o se escape a la causalidad del beneficio. Reducimos lo misterioso a un mero acertijo y nos empeñamos en resolverlo como si fuese un problema cuando no lo es. Queremos dominar la realidad con sólo una herramienta (la racionalidad) olvidando que ésta es más bien fría e incapaz de llegar a las realidades profundas que sólo se perciben desde otras perspectivas y, necesariamente, con instrumentos mucho más sutiles que los que utilizamos normalmente.
Hemos borrado de un plumazo el valor de las mitologías al considerarlas simples cuentos, propios de culturas inferiores, y hemos afirmado que su interés se reduce al mero entretenimiento o a la literatura anecdótica. Reconozco que no soy un experto en el tema y hay todavía muchos aspectos que no he estudiado, sin embargo, me queda claro que el literalismo de nuestra civilización (no siempre fue así en el tiempo ni en la geografía) arranca de raíz, mata, todas las posibles significaciones y se queda con un “chasis” que solo puede satisfacer a mentes ramplonas o excesivamente minimalistas.
Oír, por poner un ejemplo, cómo se toman al pie de la letra muchos relatos bíblicos, que no fueron escritos con esa mentalidad ni con esa intención, o escuchar interpretaciones que poco o nada tienen que ver con la información que nos querían transmitir, da, cuando menos, algo de congoja.
Para mí es una verdadera satisfacción leer autores como Kingsley, Campbell, Frazer, Hillmann, Harpur o Burckert, que ahondan en lecturas e interpretaciones profundas, antaño consideradas esotéricas, y que son capaces de mostrar visiones hasta ahora silenciadas, pero que conectan con tradiciones que se esforzaron en intentar mantener el verdadero valor y sentido de muchos relatos que lo que pretendían era dar atisbos de sabiduría y no solo entretenimiento (1).
De las “ideas elementales” de Bastián o las mónadas culturales de Frobenius y Splenger a los arquetipos inconscientes de Jung (2) hay todo un mundo de análisis antropológico/cultural para llegar a una conclusión: “La función primordial y más importante de una mitología es abrir la mente y el corazón a la maravilla suprema de todo ser; su segunda función es cosmológica: representar el universo y todo el espectáculo de la naturaleza del mismo modo en que ambos son conocidos por la mente y contemplados por los ojos, como una epifanía de tal grandiosidad que, cuando se produce el rayo o el poniente tiñe los cielos de rojo, o sorprendemos la actitud alerta de un ciervo, surge de nuestra garganta un “!Oh!…” en reconocimiento de la divinidad! (3). Claro que el propio Campbell reseña otra función para nada desdeñable: “la función social de la mitología, contrariamente a su función mística, no es la de abrir la mente sino la de cerrarla: ligar a un grupo particular mediante relaciones de mutuo apoyo ofreciendo imágenes que susciten sentimiento de pertenencia grupal” (4).
¿Cómo entroncar análisis antropológicos y psicoanalíticos con un análisis literario?
Es, ciertamente, una tarea difícil. A pesar de haber consultado el famoso tratado de Gilbert Duran (5) (en el que realiza con asombrosa y magistral habilidad tal fusión, pero cuya complejidad (6) exige una lectura muy minuciosa y profunda para sacar el verdadero jugo de la información que ofrece y apreciar las mil y un referencias que tiene a bien mencionar.)
Desde donde me encuentro ahora creo que puedo valorar lo que aportan algunos especialistas y contrastar mis propias intuiciones. A la vez, procuraré desbrozar algunos temas y sentidos a través de caminos que, confío, acaben ayudándome a vislumbrar lo que ya ven y comprenden los expertos. Mantengo la esperanza de no quedarme en el terreno de los meros atisbos.
¿Por qué dedicar un artículo a Job?
Reconozco que tengo cierta fascinación por este “santo varón”, que ejemplifica un duelo complejo entre lo humano y lo divino; entre lo incomprensible y el ansía por comprender. Su Libro es, hasta cierto punto, un libro “mítico” (no pretendo decir aquí que la Biblia sea un conjunto de relatos míticos, al menos en el sentido primario del tema, aunque sí podría serlo –y creo que de hecho lo es- en el sentido profundo que le confieren Frazer, Campbell o Burkert). Reconozco también que hay temas más típicamente míticos que me han interesado mucho en otros momentos (las diversas creaciones del mundo, con todo su valor ontológico; el arquetipo de la mujer como elemento de perdición y tentación para el hombre (7); o el prototípico del Héroe, capaz de superar todo tipo de pruebas y obstáculos para llegar a su objetivo (8)) pero, finalmente, ha podido mi fascinación por el Mal, por el sufrimiento inexplicable, por el agravio incompresible, por el dolor del abandono, por el looser al que le cuesta ver y entender, por el pulso, la exigencia al Todopoderoso.
Porque de eso trata fundamentalmente el libro de Job.
El libro de Job. Una primera lectura.
La primera vez que leí el Libro de Job, hace ya mucho tiempo, no me produjo especial impacto. Conocía otros libros de la Biblia que despertaban en mí mucho más interés o curiosidad. Sin embargo, cuando lo releí hace unos pocos años me causó bastante asombro, sobre todo por la belleza de algunos de sus versículos y, especialmente, por el núcleo de la historia en la que, en ese momento– y salvando las distancias–, resonaban ecos personales.Cuando uno es joven no parece que el miedo o las desgracias –necesariamente pocas– puedan hacer mella en el día a día, pero a medida que vamos envejeciendo es difícil no acumular pérdidas o sinsabores a los que a veces no encontramos ningún sentido o ante los que, mal que nos pese, nos rebelamos por ser incapaces de aceptarlos. Vamos tomando conciencia de la fragilidad en la que vivimos, de cómo un golpe de azar o mala fortuna puede desbaratar todo lo que siempre hemos considerado esencial.
Es precisamente ese sentimiento de fragilidad el que me hizo conectar con Job, a pesar de que la forma en la que su historia se ha incorporado al imaginario popular (como un desdichado y arquetípico ejemplo de la paciencia con tintes plañideros: “tienes más paciencia que el santo Job”) no era excesivamente atractiva.
No, no era la paciencia lo que me interesaba de Job; lo que realmente veía yo claro en su historia era el dolor, el sufrimiento, el hartazgo ante las injusticas, ante el agravio comparativo; la impotencia ante las desgracias y la rabia ante la falta de correspondencia entre su buen corazón y sus buenas obras y todo el conjunto de calamidades que estaba soportando.
No había ninguna casualidad aparente en ello y resultaba evidente que si se rompía la causalidad entrabamos de lleno en el terreno de lo caótico, de lo “siniestro” (de lo “unheimlich” (9), en dónde una alteración inexplicable de lo cotidiano anula toda lógica de previsibilidad y nos adentra en un resbaladizo terreno en donde encontrar sentido se torna imposible).
Sí, había algo de pavoroso en esa sensación de estar bajo arbitrio del azar (aunque lo llamásemos “voluntad divina”).
Por otra parte, también me fascinaba el que, a pesar de su paciencia y de su primera aceptación (y a pesar también de su mujer tentadora: “¿Todavía vas a mantener firme tu integridad? Maldice a Dios y muere de una vez” (Job 2,9)), Job se cree legitimado a pedir explicaciones a Dios.
En su rabia no lo maldice (aunque sí se maldice a sí mismo y al día de su nacimiento: “¿Por qué no morí al nacer?” (Job 10,1)), pero reclama lo que él cree que se le debe (el sentimiento de reciprocidad ante lo dado es uno de los más claros “universalia” según Burkert y M. Pagel):”Diré a Dios: “No me condenes, dame a conocer por qué me recriminas”. ¿Es un placer para ti oprimir, despreciar la obra de tus manos y favorecer el designio de los malvados? ¿Acaso tienes ojos de carne? ¿Ves tú las cosas como las ven los hombres? ¿Son tus días como los de un mortal y tus años como los días de un hombre, para que estés al acecho de mi culpa y vayas en busca de mi pecado aun sabiendo que no soy culpable y que nadie puede librar de tu mano? Tus manos me modelaron y me hicieron y, luego, cambiando de parecer me destruyes” (Job 10, 2 a 8).
¡Y qué decir de la respuesta de Dios! Reconozco –con cierto pesar- mi escaso interés por la poesía, pero los versículos en los que Dios clama me parecen de particular belleza y reflejan otro tema esencial para el ser humano: su enfrentamiento ante lo inconmensurable, su incapacidad ante las magnitudes infinitas.
Dios responde desde “la tempestad” (Job, 38):
¿Quién es ese que oscurece mi designio con palabras desprovistas de sentido?
¡Ajústate el cinturón como un guerrero: yo te preguntaré y tú me instruirás!
¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Indícalo, si eres capaz de entender.
¿Quién fijó sus medidas? ¿Lo sabes acaso? ¿Quién tendió sobre ella la cuerda para medir?
¿Sobre qué fueron hundidos sus pilares o quién asentó su piedra angular, mientras los astros de la mañana cantaban a coro y aclamaban todos los hijos de Dios?
¿Quién encerró con dos puertas al mar, cuando él salía a borbotones del seno materno, cuando le puse una nube por vestido y por pañales, densos nubarrones?
(……………)
¿Has mandado una vez en tu vida a la mañana, le has indicado su puesto a la aurora, para que tome a la tierra por los bordes y sacudidos de ella los malvados?
¿Has penetrado hasta las fuentes del mar y caminado por el fondo del Océano?
(……………)
Así, durante decenas de preguntas, todas cargadas de impresionantes metáforas, Dios pone en su sitio la pequeñez de Job (y la del ser humano). No es que lo recrimine exactamente, sino que parece querer, con tanta pregunta, que Job tome conciencia de su lugar viendo si es capaz de “instruir”. Sin embargo, hay reconocer que la potencia de sus expresiones apabulla.
Nos enfrenta a lo sublime, a lo que –lo miremos como lo miremos– nos desborda.
Hay una sideral distancia entre el dios de la Biblia y el hombre. Me parece que pocas respuestas se pueden dar para acortarla más allá de la ofrecida por Job en su particular toma de conciencia: “¡Soy tan poca cosa! ¿Qué puedo responderte? Me taparé la boca con la mano. Hablé una vez, y no lo voy a repetir; una segunda vez, y ya no insistiré” (Job 40,5).
Quizá haya que taparse la boca para no decir necedades, para no caer en la arrogancia de juzgar lo que no comprendemos, lo que ni de lejos entendemos…Pero, ¿y para mostrar nuestro dolor? ¿Cómo podemos callar ante la injusticia (Orden versus Caos), ante el Mal?
Al ser humano se le permite tomar conciencia de su situación –animal “no fijado” – pero, ¿no se le deja ir más allá? La incomprensión marca muchas veces el destino de las personas…..Problemas filosóficos, problemas humanos.
El libro de Job tiene la valentía de exponer ambas posturas: la del ser humano que se siente abandonado por un Dios al que ama y al que exige reciprocidad, y la de un Dios que entiende el mundo con otros parámetros que nosotros somos, evidentemente, incapaces de entender o medir.
Ambas cosas me parecen intuiciones brillantes que conservan validez a pesar del transcurrir de los siglos. El misterio sigue estando ahí. No podemos resolverlo; muchas veces ni siquiera aceptarlo. Como todos los misterios exige contemplación. Sus imágenes nos hablan aunque su discurso no se entienda con facilidad.
He leído mucho intentando comprender el porqué del mal. Ninguna de las explicaciones, si he de hablar con sinceridad, me ha convencido. ¿No me queda otra que aceptar lo que Job sintió? ¿Hay que responder a Dios con más preguntas? ¿Lanzar más interrogantes? No parece que el juego dialéctico nos lleve a unas hipotéticas “tablas” teológicas. Aquí hay un ganador por absoluta goleada al que somos incapaces a llegar. Al menos desde la lógica. Otros caminos, otras profundidades, quizá enseñen cómo. El alma, como bien dicen Patrick Harpur o Thomas Moore (10), necesita otro lenguaje, unos códigos que la mayoría hemos olvidado y sin los cuales solo podemos o enrabietarnos o amilanarnos.
Notas del ensayo de Javier Nebot
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