Una mujer sentada entre un montón de ruinas se dirige desconsolada a su dios. Con los ojos levantados hacia el cielo y, bajo el mentón, sus manos recogidas, abriendo, cerrando, frotando, a medida que desgrana su lamento y su cuerpo se sostiene en un vaivén: delante atrás, delante atrás.
Hay en su grito la música propia del desasosiego que acompañaba a un desdichado Job. En ese rostro descubierto tal vez adrede, y a diferencia de aquel personaje bíblico, porta en su cabeza un elegante velo azul con bordado de flores en la frente, que entona muy bien con el vestido también azul.
¿Qué podría unir a este par de seres desgraciados?
Quizás el estupor que dibuja en ese rostro, escenario del grito, un gesto simiesco, hermano de la carcajada; esa mezcla de dolor, resignación, rabia e impotencia. El tono de voz, el acento, los gestos; la escena toda es conmovedora.
Y es que ella enumera sus desgracias acompasadas con un reiterado agradecimiento; mientras tanto, el hijo, sentado a su derecha, la sostiene. Él no reza, asiente a cada palabra que la madre va soltando a su antojo ante ese trono invisible, oculto en alguna parte de lo alto. Es como si solo a ella se le permitiera tal atrevimiento, y él se redujera a resguardar, a cuidarla; a llorar en lugar de ella a medida que avanza la plegaria; y a levantar a ratos la mano como concediéndole razón. Es entonces cuando la acerca suavemente hacia sí, la abraza.
Escucho atenta la imprecación, la repito un par de veces. Luego me fijo en los subtítulos en inglés:
¡Alhamdulillah!…
Todas las alabanzas a ti, Dios.
Me diste esta enfermedad
y te dije Alhamdulillah
Mi casa fue bombardeada
y te dije Alhamdulillah.
Mi hijo fue encarcelado
y te dije Alhamdulillah.
Mi otro hijo fue asesinado
y te dije Alhamdulillah.
Si tú deseas más. Yo también te diré:
Alhamdulillah…
¡Hasta que te plazca!
¡Oh, habibi!…
mi dulce Khaled, ahora tú perteneces a Dios.
Todas las bendiciones para la tierra,
y nada para mí… Alhamdulillah.
Mi querido hijo volvió con el profeta…
Oh, habibi… dale mis saludos al profeta.
Oh, Dios, ¡es suficiente!
La mujer se desploma.
Yo me quedo sin respiro… con la duda, esa maldita enemiga de la verdad.
Me quedo con preguntas y ni una sola respuesta:
¿Qué imagen siniestra late tras esa performance trágica?
¿Acaso Marx y su famosa sentencia sobre religión y opio?
¿Acaso la apostasía en boca de la sierpe del Origen?
¿Acaso, a fuerza de buscar, hemos topado al fin con los ojos del abismo?
Malvina Cruz Rentería
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