Observo con ojos vidriosos la tierna muñeca sentada sobre el sillón del desolado y cuasi vacío ático. Una escena que ciertamente causaría el terror de algunos fanáticos del cine de horror, pero que a mí me brinda una felicidad incomparable. Se encuentra tal y como la dejé allí hace veintisiete años. Su cabello rubio lleno de tirabuzones cae cual manto sobre sus hombros y espalda, el vestido celeste confeccionado con seda se encuentra polvoriento pero íntegro y sus botitas blancas no revelan en absoluto el paso del tiempo. La cofia que adorna su cabeza no presenta desperfecto alguno y sus ojos azules poseen el mismo brillo que tenían cuando yo jugaba con ella. Sus inmaculadas alas se mecen con suavidad a pesar de la escasa corriente del lugar.
Pero mis manos ya no pueden tocarla, mucho menos agarrarla. Mis manos, ensuciadas por el pecado, no tienen el privilegio de jugar una vez más con ella. Su perfección inmortal no debe ser manchada por la fugacidad de mi oscuro ser. La extraño, verdaderamente lo hago, pero me niego a correr el riesgo de arruinarla. La pequeña niña inocente que pasaba sus días a su lado desapareció, dando lugar a la mujer que se alza en la actualidad. Amargada, sin atisbo de imaginación, condenada a una vida poco placentera e impregnada por el petróleo que recubre su corazón. Una mujer indigna que con su perenne suciedad no debería perturbar la fragilidad de un cuerpo de porcelana.
Cuánto anhelo ser como ella, la figura de un ángel solitario que colma de felicidad a todo aquel que la ve. Cuánto desearía jamás haber vivido, haberme estancado en una inocente infancia que no hubiera destruido mi alma. Querría volver a ser merecedora de jugar con ella, pero no hay marcha atrás. No después de todo lo que he vivido, de todo lo que me hicieron y de todo lo que tuve que hacer en respuesta. No después de toda la sangre derramada, de todas las vidas arrebatadas con crueldad.
Con lágrimas traicioneras escapando, soplo sobre mis vacías manos, a la espera de que el viento se lleve su pecaminosa historia y el sol las bese una vez más en el jardín de mis sueños. No hay nada que hacer, suspiro mientras las froto, tratando de recuperar un calor inalcanzable. Miro una vez más hacia atrás. La muñeca no se ha movido, como es obvio, pero sé que en su compleja perfección trata de comprender mi sufrimiento. Susurro un “lo siento” y cierro la puerta por fuera.
La podredumbre de mi ser es ya imborrable, así que me limito a abandonar los sueños que una vez tuve, dando por concluida la última visita a este retazo de mi memoria.
Después de todo, jamás podré regresar a ser digna, a esa imperecedera muñeca que en su pureza me recuerda todo lo que no pude ser yo.
Más tarde, a medianoche, acurrucada en mi lecho soñaré con mis anhelos. En la neblina de Morfeo regresaré al ático, al instante en el que he sellado la puerta. Jamás sentiré mayor alivio que en el momento en el que la historia difiere de lo sucedido y la muñeca se materializa ante mis ojos, posada sobre mis brazos con amable expresión. Me mira, la miro y ambas sonreímos. Tal vez, si ella me considera digna, podré volver a ser la niña que una vez fui.
Mis deseos serán revelados y por segunda vez ese día lloraré. Y, aceptando la incongruencia, me aferraré tanto a mi desconsuelo como a mi esperanza y permitiré que la disonancia me embriague en su locura.
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