
Todo empezó como cualquier otra historia de amor, con una mentira piadosa y un colchón. “Esto es temporal”, susurró. Él se llamaba Adán, ella, seguramente, Eva. Pronto encontraron el paraíso terrenal entre las cuatro paredes de un piso vacío en Moratalaz.
No tenían apellidos ilustres ni nómina fija, pero nunca les faltaban cigarros. El ático tenía poco que ofrecer; la pintura de las paredes se caía a cachos y olía a humedad. Eva solía salir al balcón desnuda y montar un numerito para sus vecinos. Le gustaba que el sol tocase su piel, hacer el amor después de comer y las caricias sin prisa. Fumaba más de la cuenta y hablaba con un descaro propio de quien no tuvo más libro que la vida.
A la semana de empezar a vivir en aquel cuchitril, se encaprichó de un gato cojo que bautizó como Rufino. No había mucha diferencia entre cómo trataba al animal y a su amante. Solía subir el volumen de la radio y dar vueltas con el felino entre sus brazos.
Como no tenían estudios ni ganas de trabajar, a Adán se le ocurrió plantar cañamones de Ketama. Pronto les creció un árbol de la ciencia en el ventanal. Para Eva era un fetiche, le hablaba en susurros cuando el hombre no miraba, le arrancaba las hojas y las desmenuzaba entre sus dedos solo para sentir su textura pegajosa. Para Adán, era un negocio.
La mujer del segundo, una anciana de bata de colores y zapatillas, víbora, pronto se cansó de sus vecinos, a quienes describía como sinvergüenzas e inmorales.
Como no quedaban plazas para dos en el paraíso pronto un juez dictó sentencia. Eva jugaba con Rufino en el balcón, semi desnuda, como siempre, cuando Uriel entró en el piso y los echó a patadas. Ambos no tenían más dios que Cupido, es por eso que miraban el cielo y solo veían las nubes, sin promesas ni juicios, sin plumas de ángel ni trompetas, sin más verdad que la del tiempo devorándolo todo.
Una vez fuera, Eva tomó las gafas de sol del bolso. Las patillas resbalaron por sus sienes y pronto su mirada desapareció detrás de dos cristales oscuros, convirtiéndola en un misterio. Adán sabía que algo en ella se volvía inaccesible, que aquel gesto era su forma de cerrarle la puerta sin hacer ruido.
Cuarenta años pasaron desde el destierro. Eva trabajaba en el mercado del barrio y la gente hacía colas inmensas para comprar su fruta. Las manzanas descansaban sobre la madera rugosa del cajón, con su piel tersa y brillante reflejando el sol de la tarde. Allí estaban, colocadas en una simetría accidental, esperando que alguien se rindiera ante el placer primitivo de hundir los colmillos en su carne.
El ajetreo de la plaza del mercado se vio brevemente interrumpido por el sonido redondo de unos acordes de guitarra. Adán, ahora convertido en un hombre de pelo cano y ropa de cuero, tocaba una balada. Se había desviado de su ruta predilecta aquel día, el metro. La canción terminó y se acercó al puesto de fruta, saltándose la cola y robando una manzana:
—Si me la regalas, te dedico una canción.
Eva se quitó las gafas de sol. Su piel había perdido firmeza, tenía una arruga marcada entre las cejas y varias en la comisura de los labios. Abrió la boca para contestar al que una vez fue su amante, pero ahora no recordaba con certeza. Había algo en él que le resultaba familiar como si fuese alguien que había visto alguna vez en un pub. Había tenido tantos amores… Incluso había llegado a casarse dos veces. A Adán, por su parte, las drogas y la música habían terminado por consumirle, dejándole solo espacio en la memoria para los quehaceres diarios.
—¡Eva! ¿Otra vez regalando nuestro producto a indigentes? ¡Ya he tenido suficiente! ¡Fuera
de aquí! —El dueño del puesto llegó corriendo ante la escena de más de cinco clientes insatisfechos.
Así salieron juntos de la plaza y llegaron a un portal. Eva gritaba, maldecía e insultaba para sí misma y prometía que mañana volvería a hablar con su jefe. Adán sacó de su bolsillo la manzana.
—Nos han echado —le dijo riendo.
Eva se paró en seco y le quitó la manzana.
—Siempre lo hacen —contestó.
Notó cómo algo se frotaba contra sus medias y miró hacia abajo. Un gato cojo ronroneaba frotando la cabeza contra su tobillo. Entonces el viento sopló y le trajo el aroma fuerte y terroso de la planta de Ketama. El olor del paraíso.
Eva Menacho Manzano
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- ¿A qué huele el paraíso? - 26 February, 2025
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