Ramiro, en el Taller, cuando alguien leía en voz alta, se apoyaba contra el respaldo de su sillón orejero, cerraba los ojos haciendo un esfuerzo de atención y estiraba el cuello como una tortuga milenaria que volviese año tras año a la misma playa. Seguramente, esto formaba parte de su oficio, el oficio de narrador.
Cuánto me asombraba su capacidad de escucha. Asimismo, me maravillaba por esta cualidad su mano derecha en el Taller, mi amigo Biktor. Ambos captaban al vuelo tramas y argumentos, tono y lenguaje; por momentos, parecía que sólo hubiese que observar.
Resulta difícil seguir un texto leído de viva voz, sobre todo, cuando el escuchante trata simultáneamente de distinguir entre forma y contenido. Una destreza que se consigue a base de horas y de un cierto talento.
Una vez finalizada la lectura, hay que decir algo, el lector-escritor espera de vuelta algún comentario por parte de la concurrencia.
Las opiniones de Ramiro no eran elaboradas. Era directo, claro, inapelable. Luego, callaba. No debatía.
Durante una época, le recuerdo saliendo presuroso del Taller a las diez menos tres minutos. Era cuando daban en la televisión esos programas de cine en la 2 que presentaba Garci. Vaya, no le bastaban dos horas de Taller, aún no tenía suficiente, necesitaba más historias antes de acostarse. Me sucedía cosa parecida, pero lo mío no resultaba raro, porque yo era un jovencito con ganas de saber y conocer, mientras que Ramiro era un viejo incombustible, que tiene más mérito. Me gustaba imaginar que yo le acompañaba y veía con él el programa, solo, en mi casa, reconfortado de que hubiese un escritor a unos pocos kilómetros disfrutando con una película de Scorsese, o de quien fuera.
Así que los viejos, pensaba yo, no se aburren forzosamente de nuevas historias. En él, su modo de interesarse por el otro, por los demás, parecía inextinguible y para mí, Ramiro se convirtió en un modelo.
Tenía una idea muy clara de cómo se debe escribir. Yo le escuchaba y aprendía, pero con el tiempo, fui dándome cuenta de que no siempre estaba de acuerdo, me parecía que podían existir otros modos, otras formas.
Lo sigo pensando. Sin embargo, Ramiro se ha fundido en mi cerebro, es una suerte de Pepito Grillo, una conciencia suplementaria que se aparece como el fantasma del padre y me asalta con frases del tipo “Y esto, ¿adónde va?” Es una voz que ronda durante las clases que imparto, pero también es una voz que se presenta en mi propia escritura, y me sigue importando y me hace pensar.
Entonces, en aquel círculo del Taller, recuerdo que ante la frasecita uno podía echarse a temblar. O no. Pero ¿cómo no considerarla? Ramiro me enseñó que en esta vida, al menos por escrito, es pecado aburrir al prójimo.
Me gustaba encontrarme con él en Algorta, paseando, fuera del Taller. Era fácil verle sobre las diez de la mañana, por el paseo de la Galea.
En una ocasión, hace unos pocos veranos, nos encontramos a la altura del molino de Aixerrota. Yo había quedado con mi padre en La Salvaje y le dije a Ramiro que iría caminando por el paseo de los acantilados. Esto último no le interesó gran cosa, pero lo de reunirme con mi padre en la playa me pareció que le enternecía. Para él, este hecho cobraba un sentido y una profundidad que a mí se me escapaba. Era tímido y pudoroso, pero también sentimental a su modo, y me contó que daría un brazo por volver a pasar un día de playa con sus hijos cuando eran pequeños. “En cualquier caso, está bien que un hijo acuda a la playa junto a su padre”, y nos despedimos.
Me gustaba mirarle a la cara. Físicamente, Ramiro tenía para mí algo familiar. De hecho, guardaba un inquietante parecido con mi abuela materna, Doña Nieves Gárate. Eso nos lo decíamos mi hermana y yo con media sonrisa, entre extrañados y divertidos.
En el Taller, Ramiro dedicó muchísimas horas de su vida a escuchar a gentes diversas. Por ese círculo pasaron durante generaciones personas de lo más variopintas, a menudo encerradas en su soledad, y él los recibía.
Cada lunes, antes de que Biktor llegase con las llaves en compañía de Ramiro y nos abriese la puerta del local, nos agolpábamos enfrente del escaparate (en aquel momento, el Taller se reunía en la trastienda de un bar). Yo rumiaba intrigado en lo que se le pasaría por la cabeza a quien nos viese apostados en ese número de la Avenida de Basagoiti: ¿A qué se dedicarán, qué clase de actividad es esta? No es un grupo de kárate, no parecen deportistas, desde luego; tampoco mormones; no es un txoko, ni un coro, ni un grupo de parroquia. Hay altos y bajos, mujeres y hombres, viejos y jóvenes. No visten ni remotamente parecido, unos pasan de puntillas sin hacer el menor ruido, otros no callan; ¿a qué club, a qué gremio, a qué orden pertenecen? Dentro, minutos después, habría un escritor mayor prestándonos toda su atención.
Por último, él nunca leía en el Taller nada que hubiese escrito. Yo le he escuchado tanto que no le he leído como debiera. Para mí, aún resuena próxima su voz.
Mientras, voy haciendo sitio en mi biblioteca para cada uno de sus libros. Ya vendrá el momento justo de leerlos, sé que me esperan.
¿Qué me gustaría ir aprendiendo de Ramiro? La lección de la perseverancia, del escribir pese a todo, del confiar en las fuerzas de la creación, en el trabajo de una vida.
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