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La ciudad de los relojes

30 June, 2014 by Aisha Yerga Leave a Comment

La ciudad de los relojes; así la llaman. El aire es frío y denso, el fuerte olor concentrado, y el ruido ensordecedor. Personas diversas se amontonan en las calles, con pasos elegantes y tranquilos, pero en una prisa constante. No hay tiempo que perder, es lo que los relojes se encargan de recordar. Para quien está sentado en la acera, con los guantes rotos y el sombrero volcado en su mano extendida, es la locura la que los hace bailar a tal velocidad. A su altura, lo aturden los pliegues de los vestidos, los zapatos brillantes y el constante roce de telas. Bastones que marcan los pasos de sus señores, los cascos de caballos resonando en la calle, las risas, los encontronazos y, por encima de ellos, un espeso humo negro saliendo de las chimeneas, cubriendo el cielo. Los relojes miran, observan con atención controlando el cuadro. El hombre sentado en la acera los contempla. Están en cada torre, cada edificio, en cada pequeño establecimiento. Siempre acechando, vigilando. Algunos se esconden en los bolsillos de ciertos caballeros, amarrándolos con una cadena dorada que los une. Los viandantes charlan, se detienen para ceder el paso y se disculpan entre ellos, pero nunca se quedan quietos. El tiempo es sagrado. Cada segundo de su vida es muy valioso. Por eso encerraron el tiempo en los relojes. Para tenerlo atrapado, para retenerlo. Sin embargo, parecen ellos los dominados. Doblegados por la insistente mirada de las agujas. Cae la noche y todos marchan a sus casas, necesitan descansar de la vida. El hombre de los guantes rotos guarda las monedas ganadas y se coloca el sombrero. Camina hacia la plaza del pueblo, entre las silenciosas calles, y se planta delante del reloj del ayuntamiento. “A mí no me tienes atrapado” piensa. “No soy tu presa, vivo al margen de tu ley”. Por un momento, se detiene a imaginar qué ocurriría si lo rompiese. Si rompiese todos los relojes de la ciudad. Del mundo. Una revolución, la resistencia contra el control que ejercían aquellos engranajes. Nadie sabría qué hacer. Estarían perdidos. El caos dominaría la humanidad desorientada. Y, sin embargo, podrían dormir hasta que quisieran, leer cuando les apeteciese y comer cuando les diera la gana. Sin plazos. No habría días ni años por delante, tan solo una eternidad de posibilidades. Una larga vida inmedible. “No”, se dijo a sí mismo. “Están bien así. No sobrevivirían sin nadie que los guíe. La gente se siente aterrada cuando es libre”.

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