Las cosas son más hermosas desde fuera. Y más simples. Cuanta más distancia, mejor. Quien busca bajo la superficie, advierte Oscar Wilde cuando se refiere al arte, lo hace a su propio riesgo.
Cuando el 14 de febrero de 1990 la sonda espacial Voyager 1, desde una distancia de 6.000 millones de kilómetros toma la imagen de la Tierra desde la posición más lejana hasta la fecha, nos revela una verdad incómoda: somos lo que Carl Sagan denominó ese pequeño punto azul pálido, difícil de distinguir de cualquier otro pixel de la fotografía. En la imagen no hay señal alguna sobre vida humana, no hay trabajo, no hay máquinas, no vemos elecciones parlamentarias ni coches con seis marchas. Tampoco atisbamos tu preocupación por el examen de mañana, ni tan siquiera se dibuja esa parcela terrenal a la que regalas tu vida espiritual. No hay mantras salvíficos ni fanatismos. Simplemente la Tierra es demasiado pequeña para vislumbrar realidades y mentiras tan insignificantes. En cierto modo, el documento es la revelación de la nimiedad de nuestro mundo. La manifestación de la verdad.
- Una fina capa de vida en un oscuro y solitario trozo de roca y metal. Es la definición formulada por el astrónomo y divulgador americano. Nuestros posicionamientos, nuestra imaginada auto-importancia, la ilusión de que ocupamos una posición privilegiada en el Universo… Todo eso es desafiado por este punto de luz pálido. Esta es una verdad por la que sí merece arrodillarse. La verdadera prueba de nuestro milagro. Un baño de humildad sólo posible bajo la perspectiva de una imagen.
Ahora bien, el aquí firmante estudia historia, ese aburrido compendio de fechas, personajes, imperios, instituciones, leyes, teorías económicas, religiones, meditaciones filosóficas y producciones bibliográficas encargadas de explicar cosas del pasado, que por su tiempo pretérito, piensas, carecen de utilidad. Te estarás preguntando, querido lector, qué cojones hace este batallitas hablándome de la magnificencia del Universo, la importancia de la perspectiva y una fotografía del espacio.
Pues es muy fácil. Simplemente quiero decirte que las humanidades aportan perspectiva. Sólo a través de ellas descubrimos que nuestra personalidad ha sido tallada por el drama más íntimo, que somos el producto de nuestra tragedia, que todo radica en la intolerancia y la soberbia y que el amor es tanto lo que nos salva como lo que nos condena. Y todo ese infortunio en un píxel, en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol.
Quién nos iba a decir que cupiese tanto en tan poco. Que tras cada sonrisa se escondiera un puñal, que cada frase tuviera su punto y cada hombre su final. Que te rompieras los sesos y entregaras tu vida a algo ignorado por todos esos desconocidos que salen en tu camino. Que la mayoría de personas se limitaran a vivir las vidas de otras personas. Que tu vida la dictaran ridículas preocupaciones que nunca llegaran a ocurrir. Que al salir de la infancia nos llenáramos de tanta amargura y tanta verdad. Que descubriésemos que somos miedo. Horror vacui. Donde cada uno decide si desea rellenar su vaso medio vacío de mierda o inspeccionarlo un poco; que para otras cosas no, pero para arruinarnos la vida somos bastante libres, creativos y eficaces. Quizás por eso mismo me gusta saber cómo el hombre se ha arruinado la vida en este trozo de roca y metal durante tanto tiempo. Tal vez descubra que hay ciertas cosas que merecen la pena ser vividas y conocerlas. Para bien o para mal.
Si todos estos sepulcros – blanqueados o saqueados -, estos bosques ancestrales, estas iglesias y catedrales me pueden decir algo, aquí estoy para inquirir. Si es que hay redención, por ellos me salvaré. Son la medida para guardarnos de nosotros mismos, para no lavar los pies al fanático introducido en el tipo del redentor, para no romperme la cabeza contra un muro, para que ningún espíritu invisible altere mi dieta, para que ningún santón autoproclamado lea mi futuro por vía telefónica de tres a cuatro de la madrugada, para no pelarme las rodillas en un santuario, para no habitar mentiras gentilicias, para no morirme de sed en un oasis ideológico. Para saber que lo justo no es de derechas ni de izquierdas, sino que pertenece a ese templo abandonado del sentido común. Para fijarme en las huellas de todos aquellos que acabaron en el barranco y no seguir sus pasos. Para deshacerme de la soberbia que me impida admitir mi ignorancia. Para saber que el hombre que habita esta tierra es un verso suelto. Para que no me engañen y no ser víctima de mi mismo. Para poder actuar, para poder luchar. El conocimiento de ese sepulcro, ese bosque o esa iglesia, en suma, la educación en humanidades, es el antídoto para todo mezquino oportunista, la espada y el escudo para esta guerra en territorio enemigo.
Negar la importancia de las humanidades significa renunciar a uno mismo. Historia magistra vitae est, escribió Cicerón. Y no está mal recordarlo. Es nuestro manual de instrucciones, donde se detalla bien eso que somos. Historia, que no esencia.
Ahora bien, si el conocimiento de la historia, las ideas, los comportamientos o los idiomas son consideradas caprichos intelectuales de unos pocos, estaremos normalizando una situación de ceguera generalizada y viviremos en un mundo de incapacitados que se creen muy aptos. Y cuando de uno de ellos dependa tu pescuezo, te acordarás de lo que se habló aquí, porque de ese cabrón dependerá tu sueldo, la educación de tus hijos, el pago de la hipoteca o el poder comprar la colección completa y por fascículos de un penoso cursillo de aerobic.
Historia, ¿para qué? Bien. Verás. Te lo explicaré otra vez. Yo lo veo así: este mundo es un gran escenario y esta vida es una película. Comedia, tragedia, terror, aventura, drama, trama romántica, ciencia ficción, grabación pornográfica y catástrofe. Lo tiene todo. Una película de las de verdad, con muchos efectos especiales que se rueda en directo. Y en ella estamos todos, unos son simples extras, otros protagonistas, pero todos actuando, poniendo caras y haciendo gestos. Arrojados a la escena, puestos por algo o alguien en este mundo incierto. Nadie te dijo que entrarías, nadie te avisó y de entre las cortinas te empujaron. Surrealista ¿verdad? Pues bien, pasar por este trozo de roca y metal de espaldas a las humanidades, al conocimiento de la historia y la filosofía simboliza entrar en escena y no tener el mínimo interés por pegar un codazo a ese que está a tu lado para preguntar de qué diablos trata esta obra. Para poder actuar con decencia, para no caer en la incoherencia. Está en tus manos el poder hacer de la escena algo meritorio.
Un torrente disparatado de pasiones, guerras, envidias, temores, amores y odios. Eso es lo que pasa a diario en ese punto perdido en lo más negro de una fotografía. Es el brillo característico de nuestra luz. De nosotros mismos, un píxel. El poder contextualizar esas pasiones y poder situarlas en el tiempo y en el espacio es un derecho para muchos, pero yo lo calificaría como una obligación. En terminología científico-técnica, el estudio de las sociedades humanas a lo largo del tiempo permite situarnos a nosotros mismos en el eje de coordenadas X-Y. Esto no es ningún experimento. Esto es la vida, cruda y sincera. Única. Donde se entra, se sale y el sueño se acaba. Por eso mismo, ese pequeño punto azul pálido debe decirnos tanto. En él reside nuestra tragedia. En él reside también toda nuestra felicidad.
Mikel Martínez Roda
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