Un auténtico mito en el mundo de los directores de cine en Europa, siendo él un americano que escapaba del macartismo, y llegó a Inglaterra en el 54. Hace como siete películas hasta llegar al Swinging London. La ciudad arde: los Mods son los reyes de la City y David Bailey fotografió toda aquella movida donde reinaron los Beatles.
Aquí en Bilbao, los chicos con minipull y pantalón campana, las chicas con minifalda y chaquetones marineros, paseando por la Gran Vía los sábados; unos por la acera de la derecha y las otras por la de la izquierda. Nos mirábamos de reojo para quedar luego en las matinales del colegio Santiago Apóstol y gritabamos “Shalala oh yeh” con Miki y los Tonys. Luego, todos juntos en la pastelería Arrese a comer los famosos bollos de mantequilla. En los jukebox Petula Clark cantaba Downtown; en las galerías de arte, Le Parc; y en las pantallas el free cinema.
Un movimiento cinematográfico en que las películas pondrán en las pantallas temas que evolucionan desde el respeto más absoluto, con efectos expresivos muy libres. Poseen, asimismo, un reflejo de la tristeza de la vida urbana absolutamente mecanizada; y tratan asuntos desde el rechazo a la pena de muerte hasta el fascismo, así como cine histórico, sobre Trotsky o Galileo, un personaje que obsesionó a Losey. Éste nos sorprendió con su definición sobre su trabajo: “mi cine refleja las relaciones de poder en lo público y lo privado, la lucha de clases en un mundo que se desmorona”. Era un cine intelectual, ambicioso, psicológicamente profundo; pero siempre cercano al espectador emocional. Hizo cine alimentario y sufrió la frustración de no poder llevar a la pantalla la obra de Proust En busca del tiempo perdido.
Y de la misma, nos deja para tirarnos de los pelos al salir de ver su tetralogía, cine verité o social que los ingleses siempre han producido y cuya estructura aprovechó el director exiliado en Inglaterra para poder rodar aquellas obras maestras: Eva (1962), El Sirviente (1963), Accident (1967), y El mensajero (1970). Todas ellas con guiones de Harold Pinter, que en su momento había escrito El amante, que en España se estrenó con Gemma Cuervo y Fernando Guillén.
En el fondo de sus películas siempre se sospechaba la intensidad de la servidumbre (fuera ésta voluntaria o involuntaria). A nivel político estaba más allá de la izquierda, y lo demuestra una anécdota que tuvo como trasfondo el Festival de Cine de San Sebastián (un festival que lo veneraba): en el año en que presentó Una inglesa romántica con Glenda Jackson, declinaron presentarse al mismo porque Franco había firmado las últimas sentencias de muerte.
A él no le interesaba las utopías del futuro y sí los traumas y desigualdades de la sociedad, por su clarividencia y compromiso político. Le interesaba el presente estancado, el resentimiento, la humillación, los impulsos humanos no necesariamente progresistas.
En el cine de Losey van desfilando una galería de personajes falsos débiles y fuertes atrapados en la dialéctica de amo y esclavo. Su puesta en escena tenía una clara herencia de sus comienzos en el teatro. Había siempre, en sus películas, momentos exactos, místicos abrumadores; en el cine del maestro se encuentran grandes pesimistas, pero también muchos pequeños optimistas defraudados que se conducen a la desilusión.
Trabajó con sus musas, mujeres que perturbaban al espectador con personajes llenos de misterio y miradas inquietantes, vestidas por Cardin o Ricci; envueltas en bandas sonoras firmadas por Michel Legrand; y con directores de fotografía como Gerry Fisher. Sus actrices se alternaban entre Vivian Marchand, su mujer, hasta actrices de moda en el cine europeo como Jeanne Moreau, Jaqueline Sassard, Sarah Miles, o la esplendorosa Julie Christie. Entre sus actores fetiche, por supuesto Dirk Bogarde y Stanley Baker, y también los hermanos Fox, más Richard Burton y el bello por excelencia Alain De lon. ¡Hasta unió en la pantalla a Liz Taylor con Mia Farrow en Ceremonia Secreta!
Cine en blanco y negro o en color como El mensajero, que ganó Cannes en el 1971. En aquel momento, el cómic era un objeto de culto: en Italia se había rodado Diabólik, en Francia Gwendolyn, y por supuesto Inglaterra necesitaba su película pop con mayúsculas. Para ello, Losey llamó a la musa de Antonioni, Mónica Vitti, y le endosó el papel de Modesty Blaise; a Bogarde le tiñe de rubio platino y para que crujan las butacas de los cines con las mitómanas da un papel a Terence Stamp, que compartía su vida con el icono de los años 60 Jean Shrimpton “La Gamba”, la modelo más fotografiada del mundo.
Nos sorprendió montando junto el mito del teatro Europeo Bertolt Brecht La vida de Galileo en el estilo expresionista que había creado Fritz Lang en 1951 en M, El vampiro de Dusseldorf.
Losey no fue fácil de ver: el cine que venía de Francia, con su director de culto Francois Truffaut, era el preferido. Pero nos inquietaron aquellas relaciones entre seres humanos que tenían constantemente la dependencia del otro. Nosotros, en el estado español, dependíamos de las carreteras y los pantanos que hacía el Caudillo; pero las gentes que estudiaban por suerte, inquietud, o por adquirir conocimiento y a los que Del Burgo llamaba “raros”, “díscolos”, y “peleones”, como a mí por ejemplo, la gente que llevaba botines de plataforma y pantalones pata elefante, o las modernas que salieron disparadas para Londres a ejercer la recientemente popularizada profesión de au pair, sí que lo disfrutábamos en la medida de lo posible.
Así se fue mi hermana, a volverse loca en Carnaby street; cuando mis padres y yo fuimos a recogerla a Sondika después de un año de ausencia, al aparecer con aquel mini vestido y la pamela igualita que lucía la protagonista de la película Petulia, a mí padre no se le ocurrió otra cosa que preguntar: “¿Pero quién es esa tía tan buena?” Y mi madre, tras un sopapo veloz, le contestó gritando: “¡Es tu hija!”
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Emilio Frías
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