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El escenario, en silencio. Los mares, en calma. Un foco solitario entre personas calladas atisbando la oscuridad rompe la espera y la vida, que contenía el aliento, es reanudada con aplausos. Se atenúan las toses. El público del teatro se concentra.
Un actor irrumpe en la luz con el estrépito de lo predecible que finalmente ha ocurrido. Es joven; va abrigado; carga una mochila pesada como un horno Bessemer y más densa que una estrella. Son los rasgos típicos de un homo sapiens que será presa en el futuro del dolor de espalda. Para ser precisos, son las condiciones de vida de un estudiante de incipiente miopía.
Un tipo vestido de negro para que no se le vea trae a escena un armario con ruedines. El protagonista humano de la obra bosteza. Inserta una moneda. Aguarda. Exagera un ceño fruncido. Gruñe. Grita:
—¡Que todos los Infiernos viertan sobre esta máquina las torturas y plagas más crueles que ha concebido el hombre en asociación con los diablos que cría en su cerebro invernadero! —Luego susurra—: No acepta monedas de dos céntimos, ¿qué voy a hacer? —Y añade—: ¡Acepta mis disculpas, trasto de mierda!
Asesta una fibrosa patada de capoeira al cristal. Éste exhibe el temblor de un pavo real traslúcido y friolero al salir de la ducha en invierno. La máquina expendedora, que se llama Vending en el guión, se ofende con la razón de un Immanuel Kant. Declama su indignación a los espectadores cantando con voz de contralto, así que se trata de un musical:
—Sólo monedas de a partir de cinco céntimos, la, la, la.
Lo pone bien clarito en una de las pegatinas del cristal, bajo todos los patrocinadores. «La sociedad es una excreción». No, ésa no es la pegatina, es una pintada en rotulador permanente hecha por algún antisocial chorlito en el rostro mecánico de Vending. En la pegatina pone, en palabras de diplomático ruso, que la empresa no quiere monedas de dos céntimos ni para financiar becarios.
Vending continúa su canción.
—Todos sabemos que hoy en día los jóvenes no leen. Me siguen faltando al respeto y dando empujones, a pesar de que el vicedecano les ha pedido por correo que no lo hagan. Conque esas tenemos… No pienso volver a tiraros dos productos por el precio de uno, mandriles, bárbaros, ga… ga… ¡garrulos! Trala, la, la, la, la.
Sin embargo, el duelo a muerte sin cuchillos está lejos de haber acabado. Los dos contendientes de la transacción se miran. Desdén, rencor, alevosía, chantaje; frío proveniente de la nevera supermercado; una sed ardiente por parte del estudiante escasamente sensibilizado con la etiqueta de comprar bebidas, que se acaricia la nariz como planteándose lo que se podría lograr con un moco. La ansiedad se respira en sus conexiones sinápticas entorpecidas. Abusa del azúcar, ausente de la homeostasis rota del organismo presionado. Con dedos nerviosos, arranca de su cartera las monedas de mayor valía. Recuerda que sus últimos dos euros se disolvieron en la nada al entregárselos a un sándwich mixto de la cafetería. Sopesa el poderoso peso de la última moneda de un euro, pero reserva el disco dorado para cerrar la taquilla del gimnasio, un trámite crucial del que dependen su imagen, su reputación, su honor.
El presionado estudiante mete moneda chiquitita tras moneda chiquitita en la ranura. Vending escupe una radiante lata de Aquarius de naranja. El brillo azul anega la visión.
El telón desciende. La luz permanece.
El segundo acto hablará de las absolutamente contemporáneas, miserables, sucias y lamentables condiciones de trabajo de los lavabos, el Dios escondido en los pomos mojados de las puertas de los baños y dilemas morales sobre la importancia del altruismo en edificios con escasez de papel higiénico.
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Jaime Amann
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