Creía, inocente, que se me daban bien las matemáticas. Nada más lejos, no se me dan bien; las matemáticas son muy complejas (la filosofía también). Lo que se me da bien, siempre que se trate de cantidades asequibles, son las cuatro reglas, suma, resta, etcétera, y, muy importante, la regla de tres. Con esas cuatro –más una cinco– reglas puede uno manejarse por la vida, o eso me dice la experiencia. Jamás me he encontrado en una situación práctica, incluida una declaración de la renta hecha a pelo, que requiriera una ecuación de segundo grado; ni de primero, diría. La regla de tres la trabajo mucho, me atrevo a recomendar su uso como ejercicio para mantener la mente afilada.
Dice uno que el estado natural del tiempo es el pasado, ya que es en lo que se convierte nada más nacer. Cierto, si suponemos que el futuro no existe. En cualquier caso somos seres en el tiempo; no fuimos, somos y lo más seguro es que no seremos. Una cuestión previa sería determinar cuál es la diferencia entre vivir y no vivir; el clásico ser o no ser. En términos absolutos comparando el tiempo de una vida con todo el tiempo del mundo, con la eternidad, aquella diferencia es despreciable, es casi cero. Sin embargo, si recurrimos a las matemáticas desde otro ángulo, si dividimos el tiempo de una vida entre el tiempo de una no-vida el resultado es infinito. Una vida lo es todo.
Pero, ¿qué pasa cuando la vida se acaba? ¿Hay en ese caso alguna diferencia entre haber sido y no haber sido? Aquí se complica el cálculo, ya que el concepto “haber sido” resulta de lo más huidizo, y es cuando echo de menos una mayor solvencia matemática. Una vida es un cometa que pasa veloz y deja un rastro. Ese vestigio es una anomalía en el tiempo y es efímero, se va difuminando hasta que se desvanece por completo. Alguien debería, partiendo de las variables que atañen a la vida de un ser humano, confeccionar un algoritmo que permita concretar caso a caso cuál es la diferencia entre haber vivido y no haber existido nunca.
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