2002- 2016
Nadie te avisa de que cuando un perro muere se queda rígido, extrañamente manso, y se parece a ese peluche mal confeccionado que ningún niño escoge de la estantería. Lo abrazas, aunque tú sepas que no es ningún juguete, y recuerdas cómo caminaba con sus patitas de claqué y cómo movía el rabo, inquieto por una emoción que no llegaba a transmitir. Lo imaginas corriendo cuesta arriba, persiguiendo el fantasma de algún corzo, igualito al niño que grita a sus padres que lo miren, “mírame, mírame”, ladraba. Pero tú sabes que no era ningún niño.
Nadie te explica que cuando un perro muere, sus ojos se vuelven de madera, como si nunca te hubieran mirado.
Y tampoco tú se lo explicas a esa niña, más lista de lo que indica su estatura, en cambio, le dices que ese perro fue feliz, que durmió y comió como un sultán de las mil y una noches, que ladró de emoción hasta atragantarse y viajó a otros valles, a barrios lejanos, y tuvo una cópula agresiva con rivales más grandes que él, que volvió abatido, hecho una costra, pero que también conquistó alguna belleza canina. Le dices que se perdió dos veces y que dos veces lo encontraron. Ella te responde que está triste. Evitas mencionar que ya vivió lo que le correspondía y que no volverá, porque no es ningún juguete. Y tampoco es un niño. Le enseñas dónde duerme, arropado con tierra, raíces y orugas a un metro de profundidad. Ahora ese perro es hierba, es naturaleza. Te acercas a su tumba totémica y la niña escucha la eternidad del Omaerreka, los grillos, los saltamontes y la cascada de Bolunzulo, donde algún martín pescador atraviesa el aire en destellos azules.
Martín Ibarrola
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