Existen vidas que se van sin avisar, sin saber que nos habitaron. Yo no sabía que dentro de mí había otros latidos. Una a veces no comprende de dónde viene, ni tampoco a dónde quiere ir, el tiempo a veces va demasiado deprisa y otras, lento, quizá demasiado.
Yo canto por una ausencia, yo no sabía que un cuerpo enfermo también podía engendrar una vida. Era demasiado pequeña, tan pequeña que la médica me miraba con ojitos de miedo cada vez que me tenía que pesar. Yo también tenía miedo de esa báscula que en cuarenta y nueve segundos tenía más información de mí que lo que yo había alcanzado a conocer a lo largo de veinte años. “Ojalá se regalen los kilos” le decía a mi madre. “Hija, intenta comer un poco más” me respondía ella. Pero no, no podía. Mi cuerpo cada vez ocupaba menos espacio, la culpa, sin embargo, era cada vez mayor.
Yo quiero volver al campo, quiero volver al trigal, al centeno, quiero volver a palpar las ovejas y mantenerme ahí, con ellas. Cuando vienes de mujeres del campo, la ciudad a veces te parece un lugar en el que nadie sabe realmente qué es lo que quiere hacer. Donde no se valora a quienes estuvieron antes, donde no se rinde el recuerdo a quienes allanaron este camino. No necesito mucho, sólo tener cerquita, mira, así de cerquita el campo y un tractor, mi tractor azul. Un huerto, una laguna, un camino y un bosque. Sólo eso.
“Sólo eso” repito lentamente. Pero ahora, sólo tengo una habitación blanca y compañeras que también han enfermado por falta de amor, ajeno, pero sobre todo, propio. La cura parece fácil, todo el mundo parece saber qué debo, qué debemos hacer para estar bien. “Come un poco más, come un poco menos, deja de vomitar, no hagas ayunos que duren días, quiérete. Quiérete porque mira qué guapa eres, qué lista, qué sonrisa, qué pelo, qué belleza, qué especial”. He crecido, porque hemos crecido con comentarios constantes sobre el cuerpo. Pero yo no quiero eso, yo no quería que al ir al campo o al aparcar en la ciudad me reconocieran por mi cuerpo. Todo el mundo parece tener la solución, pero nadie se sienta para hablar de la culpa o de dónde brota ésta. La culpa, la culpa, la gran culpa. Esta planta la habitamos mujeres que durante toda la vida nos ha atravesado la culpa y todavía no hemos dado con la forma de expulsarla de nosotras.
Pero yo no canto por o a la culpa. Yo canto por una ausencia. Canto por la vida que engendré y que cosechando, perdí. Porque yo estaba cosechando cuando sentí un pinchazo, luego otro, después otro y uno último, en el vientre, en la lumbar y después en un costado. Después las náuseas, el vértigo. Creo que fue entre esos dos últimos cuando me alcanzó la pérdida. Yo intentaba sostenerla, contraje los muslos y la entrepierna. Quizá era tarde, no pude socorrer ni sostener toda la sangre que brotaba de mí. “Qué es esto, qué está pasando, qué ocurre, de dónde viene, de dónde sale esto, quién se va” pensé.
¿Quién sangraba? ¿Sangraba yo o sangraba aquella vida? Quizás éramos las dos. Quizá mi hija y yo estábamos sangrando a la vez, quizá lo único que pude hacer después del primer sangrado fue compenetrarme con ella para intentar sostenerla un poco más, aunque fuera diminuta, casi tan diminuta como dos semillas de trigo compactadas. No lo sé, jamás llegaré a saberlo. La realidad es que estaba sola en el campo, y me temblaban las piernas, la voz, la sangre y el cuerpo. Mi existencia temblaba en una tierra que había alimentado a mis ancestros. Puede entonces que no estuviera sola, quizá toda esa gente estuviera conmigo en ese momento. “Quizá no estés sola en esto” me decía.
Quizá no estuviera sola, pero en ese momento me sentía en soledad, vulnerable, sucia, vacía, hueca. Nunca había sentido huecos dentro de mí, pero desde entonces existe un espacio a veces demasiado grande en mi vientre.
Supongo que a veces ocurren cosas que no percibimos, como el nuevo ternero que ha nacido hoy. Como el olivo de casa, que ha vuelto a brotar. Como el abrazo que papá quiere darme. Como aquel mirlo que busca a su hermano. Como esa mujer, que tiene miedo y no se atreve a decirlo. También hay cosas que se pueden reconstruir. Como las carreteras, los puentes. Como los vínculos. Como la memoria, la ajena, la propia y la histórica.
Dar vida, sin saberlo. Perder una, sin saber que la estás perdiendo. Habitar una casa, un cuerpo y dejarnos crecer ahí. Puede que esa sea la moraleja de nuestra existencia, aprender a habitar, habitarnos a pesar de los abandonos, de las ausencias, de los vacíos no sostenidos.
No me despedí de aquella pequeña vida, pero ¿cómo se dice adiós a una cosa sumamente pequeña? No sé si fue la mejor idea, pero en mitad del campo tuve una visión: debía entregar los rastros que aquella pequeña vida había dejado entre mis dedos y mis piernas al olivo. Hablo del olivo que durante siglos ha pertenecido a nuestra familia. Hablo del olivo en que todos, pero sobre todo las mujeres de mi linaje hemos tenido como referencia. Porque el olivo escucha. El olivo hace germinar nuevos brotes en todo lo que enterremos a su vera. Bajo él: conversaciones eternas, recuerdos congelados, cordones umbilicales, historias de violencia, enamoramientos, duelos, muertes y ahora, también vidas. En mitad del campo sentí la necesidad de llegar rápido a aquel olivo. De arrodillarme ante él, susurrarle y cavar con mis propias manos un pequeño hueco donde aquella pequeña vida cupiera.
¿Cuánto debía cavar para algo tan pequeño? ¿Debía ser profundo el hoyo? ¿O largo y estrecho? No lo supe, no supe detallar o justificar mentalmente cuánto espacio debía cederle. ¿Cuánto ocupaba esa pérdida dentro de mí? ¿Era una ausencia profunda? ¿Es un hueco permanente? ¿Será una herida eterna dentro de mí?
Intento pensar, intento recordar qué día engendré yo aquella vida. Intento recordar con quién compartí mi cuerpo enfermo. Intento pensar en el deseo, pero la verdad es que en aquel tiempo yo no deseaba, sino que necesitaba sentirme deseada. Aquella criatura que engendré no brotó del acto del deseo mutuo, sino del deseo del querer merecer. Hablo del querer merecer el cariño, el afecto, el vínculo. Porque cuando un cuerpo enferma de falta de amor propio todo se mide en el: ¿Qué merezco?. Como si comer, beber, querer, amar fuera un acto del merecer. Como si tuviera, tuviéramos que pedirnos permiso para atraer las cosas buenas. Como si tuviera, tuviéramos que merecer el alimentarnos. Como si tuviera, tuviéramos que vivir pidiendo, pidiéndonos, pidiéndoles permiso. Es triste, vivir así a lo largo de tantos años es triste.
A veces cambio la palabra “ausencia” por “herida”. Herida por el acto de apertura de algo dentro de mí, por aquella abertura por la que aquella vida se fue. Herida dentro del vientre. Porque la pérdida, evolucionó a ausencia, y la ausencia en una herida fracturada.
La cuestión es que yo silencié este suceso. Al resto, a las amigas, a la familia y a mí misma. Durante meses negué lo sucedido, silencié aquella toda sangre. Silencié algo impronunciable: “un cuerpo enfermo engendró una vida”. Nadie se lo creería, ¿quién se lo iba a creer?. Nuevamente, la culpa, aquí, mira, mirad, dame, dadme vuestras manos, aquí mira, mirad, aquí en el centro del pecho.
Me negué a aceptar que mi cuerpo enfermo pudiera llegar a dar vida. Parecen sencillas estas palabras, pero no lo son. Después, en el hospital negué la posibilidad de hablar del aborto, porque en aquellos tiempos nadie había hecho alusión nunca a este tema. Por lo que seguí silenciando aquella pequeña vida, aquella sangre, mi capacidad de generar vida, mi capacidad de perderla también.
La cuestión es que una semana antes de fallecer mi tía, dejé mi ciudad y fui al pueblo, al campo. Al llegar, le abracé fuerte. Y en aquel abrazo sentí como parte de la herida de mi vientre se cerraba. Me emocione, nos emocionamos. No sé si ella también sintió el amago de una cura. “Puede que ella también perdiera una vida” pensé.
Mi tía se fue en primavera, aquel abrazo fue sin saberlo, una despedida. Aquel día conocí la capacidad que mi cuerpo tenía de cuidar y de abrazar. De abrazar hasta sentir el arraigo, el sostén. Porque los cuerpos enfermos pueden amar. Porque el abrazo entre dos cuerpos es capaz de arraigarte a la vida. Porque quizá este cuerpo hubiera podido cuidar de aquella vida. Porque quizá este cuerpo pueda amar.
No fue fácil volver al hospital con dos heridas y dos ausencias. Hablar de la muerte de mi tía fue más sencillo. Lo fue, hasta que una terapeuta con cautela me preguntó:
-¿Por qué hablas cogiéndote del vientre, te tranquiliza hacerlo, te regula?
Nervios/ pánico/ vértigo/ pinchazo/ miedo/ rotura/ asfixia
-”Puede que haya perdido una vida” le respondí.
Ha pasado un año desde que acabó mi hospitalización, tuve que crear una nueva identidad para el cuerpo enfermo que poco a poco quiso dejar ir la culpa y el odio.
Volví, porque volví al campo y volví también al olivo y un pequeño brote quería salir de entre la tierra. Algo germinó de aquellos rastros que llegué a sostener y que luego enterré. Algo germinó de aquella pequeña vida, de aquella herida que cada vez se achicaba más y más. Puede que hayamos alcanzado la vida al mismo tiempo, sin enfermedad. Puede que mi cuerpo haya conseguido el perdón. Puede que haya perdonado a mi cuerpo. Puede que estemos brotando a la vez. Puede que de una ausencia broten flores. Puede entonces, que sin saberlo, tengamos campos con nuestro nombre.
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Texto de Dafne González, primer premio del XXVI certamen de relato corto en modalidad castellano.
Dafne Gonzalez Villar
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