Entró en la cantina empujando la pesada puerta con sus dos manos y caminó hasta la barra arrastrando los pies. Prácticamente se desplomó en una de las banquetas. ¿Lo de siempre, señorita? Sí, Martín, lo de siempre. Agarró la taza entre sus manos y miró el contenido con sus grandes ojos negros, la mirada cansada, más de lo habitual según Martín, que la miraba de reojo mientras terminaba de secar una copa.
El lugar estaba tranquilo, lo normal un jueves por la tarde. Dos clientes en la barra ¿Le relleno el vaso, Don Pedro?, un grupo de tres jugando a las cartas en una mesa estás jugando chueco, Carlitos. ¡Ni modo, compadre!, una del Chente sonando de fondo te miré, con tu melena al viento y tu mirar. Resopló, pasando el trapo por la barra, círculo a círculo hasta llegar frente a ella, y levantando la cabeza la miró. Parece triste —pensó, intentando encontrar en el abismo de sus ojos el motivo de su desánimo.
Normalmente, cuando Mariana se sentaba en esa misma banqueta de esa misma cantina a esa misma hora, lo hacía acompañada por la misma sonrisa de siempre, la que Martín veía mientras le servía el mismo café de siempre. Esa misma sonrisa que hacía que se le achinasen los ojos, le salieran hoyuelitos en sus cachetitos y se le viera entre los estirados labios un trocito de sus paletas. ¿Lo de siempre, señorita? Sí, Martín, lo de siempre, y así todos los días, desde hace dos años, desde siempre. Pero hoy su voz no le sonaba a Martín como si los ángeles le susurraran al oído, como si los pajarillos más bellos cantaran, como si se encendiera cada vela de su alma. Hoy su voz sonaba ronca, áspera, apagada. Dudó. ¿Debiera preguntarle? —pensó— no quisiera incomodarla. Se giró. Secó otro vaso. Volteó la cabeza. Mijo, ya me marcho. Adiós, Don Pedro. Lo miró. Mariana lo miró. Sus ojos estaban en los suyos. Mariana lo estaba mirando. Reacciona, Martín —pensó. Carraspeó. Abrió la boca. Martín, le dejamos las cartas en el cajón, ¿sí? Gracias, Carlitos. No quedaba nadie en la cantina. Solo ella. Reacciona, Martín, carajo. El trapo en la barra. Un círculo. Otro círculo. Otro. Y otro. Reacciona, Martín, reacciona. Abrió la boca. La cerró. Lo estaba mirando. ¿Va a cerrar? No, tranquila, no se apure. Asintió. Sonrió. ¿Sonrió? Se acercó un poco. Sí, estaba sonriendo, no cabía duda, pero la sonrisa no había llegado a sus ojos. Seguían fríos, impasibles, apagados.
Estaba enamorado de ella. Locamente enamorado desde el primer día que entró en la cantina dos años atrás. Lo recordaba bien. Las siete de la tarde de un 28 de mayo, jueves. El bar no estaba muy lleno, apenas cinco clientes, incluyendo a Don Pedro, que leía el periódico en la esquina Cruz Azul ganará la liga, ¿me oye, mijo? Sí, Don Pedro. La puerta se abrió y entró ella, Mariana, vestida con su uniforme de limpiadora, su pelo en un chongo, los andares cansados, pero sus ojos negros brillantes, achinados. ¿Qué tomará? Café solo, por favor. Lo cautivó. Nunca en su vida había visto Martín una criatura tan bella, había escuchado una voz tan suave, había rozado unas manos tan dulces le sobran dos pesos, señorita. ¡Ay! ¿Dónde tengo la cabeza? Nunca en sus veinte años.
Ahora, con veintidós, observaba a Mariana mientras colocaba las sillas sobre las mesas. Mismo uniforme, mismo chongo, pero distinto. Igual pero distinta. ¿Debiera preguntarle? Sí, debiera. Colocó la última silla más despacio de lo normal, armándose de valor, se alisó la camisa con las palmas de las manos, pasó sus dedos por su oscuro cabello y giró en sus talones soltando el aire que tenía atorado en los pulmones.
Dejó la taza sobre el platillo. ¿Cuánto le debo, Martín? Nada, señorita, invita la casa. Arqueó una ceja. El color del atardecer iluminaba el lado derecho de su rostro. ¿Por qué? Porque está usted triste. Se le cayeron los ojos al suelo, a los zapatitos negros que siempre llevaba, ahora desgastados por el uso. No podía mirar a Martín, que la observaba en silencio, jugando nervioso con el trapo que le colgaba del cinturón. Cuando por fin levantó la mirada, el rostro del muchacho se iluminó. Gracias, Martín.
Se conformó con esas dos palabras, un agradecimiento y su nombre pronunciado por los labios más bellos que había visto, pero se pasó la noche entera pensando en qué sería aquello que callaban, en qué sería aquello que sus ojos gritaban, pero sus labios escondían, en qué sería aquello que la despojaba del brillo que emanaba.
Mariana volvió ese día, y al siguiente, y al otro también. ¿Lo de siempre, señorita? Sí, Martín, lo de siempre. La miraba, como el que intenta descifrar un acertijo, con los ojos achinados escondidos tras un vaso. Mijo, ¿está sordo? Le pedí un café. Disculpe, Don Pedro. En la mesa del fondo, los muchachos aplaudían y vitoreaban mirando a la televisión. Martín había tenido la genial idea de poner el partido de fútbol, la final de copa, y el bar se había llenado media hora antes de que empezara. Pero la alegría, los vítores, las canciones y las palmas que inundaban la cantina no habían siquiera salpicado a Mariana, que miraba como ausente las pompas de la espuma de su café.
¿Habrá enfermado doña Remedios? Imposible, Martín había visto a la madre de Mariana esa misma mañana en el mercado. Naranjas, limones, cilantro, buenos días, doña Remedios, buenos días, Martín, azúcar y canela. Dejó un plato de cacahuates en la mesa de los muchachos. Gracias, compadre. ¿Quién gana? ¡Nosotros!
Entre comanda y comanda, Martín miraba a Mariana, a veces cerciorándose de que pestañeaba porque se le figuraba una escultura de lo quieta que estaba. Se le enfriará el café. Le respondió dando un tímido sorbo al ya tibio café. Mariana odiaba que el café se entibiara, pero le faltaban fuerzas para pedirle a Martín que se lo recalentara. Su cabeza daba vueltas, igual que la cucharilla que había clavado en ese desagradable brebaje, de acá para allá y de allá para acá, intentando buscar la solución al problema que la atormentaba.
¡GOL! ¿Ganamos? ¡Sí, ganamos! Martín, tequila para todos. ¿Para todos? Sí, para todos, y apúntemelo. Veinte vasitos, una botella de tequila, varios saleros y tres limones que Martín distribuyó con cuidado en cada mesa, esquivando a los aficionados, que se abrazaban, saltaban y coreaban como locos. Tómese uno, Martín. Estoy trabajando. ¿Y eso qué importa? Bueno, pero uno no más. El calor del tequila le abrasó la garganta, pero sonrió. Señorita, para usted también. No, gracias. Martín, llévele uno. Obedeció, pero cuando llegó a su lado, cuando su brazo rozó su hombro, Mariana meneó la cabeza y él asintió sin darle más vueltas.
Todos se marcharon a la hora de celebración. Adiós, Martín. Adiós, adiós, gracias, adiós. Resopló aliviado, pasando la escoba por debajo de las mesas, recogiendo cacahuates perdidos, papeles, monedas, cáscaras de limón y migas de pan. En el bar quedaban aún algunas personas, varios ancianos y Mariana. Ay, Mariana… Martín, pon la música ahora que los muchachos se fueron. Sí, don Manuel.
Martín tardó una canción en terminar de barrer, otra en recoger los vasos y fregarlos y otra en limpiar las mesas. Miró a Mariana y por poco tropieza con una de las sillas. Mariana, con los ojos fijos en las parejas que ahora bailaban, sonreía. Sonreía de verdad, le brillaban los ojitos, y Martín sonrió también.
Todos los miércoles, un grupo de ancianos se reunía en el bar para bailar. Martín los conocía a todos porque eran amigos de su abuela Margarita, que falleció el mes anterior, pero sus amigos mantuvieron la tradición, aunque a falta de una pareja de baile tuvieron que incorporar a doña Carmela, la madre de la frutera, de Manuela. ¡Ay, esta me encanta! Deme la mano, Isabel.
Martín subió el volúmen y se detuvo unos segundos mirando a Mariana. Roberto Carlos empezó a cantar acaricia mi ensueño… Mariana se balanceaba de lado a lado ligeramente, casi imperceptible. Martín miraba el movimiento de su cuerpo y como por un embrujo, el mundo se difuminó a su alrededor, dejándola sólo a ella frente a sus ojos. Martín se vio a sí mismo separándose de la barra, dando un paso, y otro paso, y otro paso hasta quedar delante de Mariana y si es mío el amparo…
Una mano apareció frente a su rostro y siguiendo el camino desde la punta de sus dedos sus ojos llegaron pasando por su brazo hasta los de Martín que temblaba ligeramente ¿Baila? Arqueó una ceja. Por favor, hágame el honor, señorita y se levantó, dejando que la áspera, aunque agradable mano de Martín envolviera la suya. Se aferró a su hombro, como si al soltarlo todo a su alrededor se fuera a desmoronar todo, todo se olvida… y comenzaron a bailar, despacio, sus cuerpos deslizándose por el suelo como dos almas.
La mano de Martín se posaba en su cintura como si fuera de cristal y sentía en su cuerpo el revolotear de cien mil millones de mariposas, que se multiplicaban cada vez que los ojos tristes de Mariana lo miraban. Subió la mano hasta una de sus mejillas sonrojadas, la cual rozó con el reverso de sus dedos, y dibujó despacio el mapa de sus pecas, desde la pequeñita justo debajo de su mejilla izquierda hasta la de forma de elote detrás de oreja derecha al viento las campanas dirán que eres mía… Sonrió. Sonrió porque su piel no era tan aterciopelada como había pensado, porque no olía solo a vainilla sino también un poco a café, a limpiacristales y a sudor, porque tenía una mancha en el cuello de la camisa, porque se le habían salido unos cabellos del chongo. Sonrió porque Mariana era, con todas sus imperfecciones, aún más perfecta de lo que él había imaginado.
¿Por qué me mira, Martín? Mariana arqueó una ceja porque es usted perfecta. Se sonrojó. Nunca nadie le había dicho que era perfecta. En realidad, nadie le había dicho nunca algo que no fuera una órden, algo que tuviera más de dos sílabas. Siempre era Mariana, limpie, Mariana, recoja, Mariana, compre. Lo miró a los ojos, buscando un ápice de mentira en sus negras pupilas, pero por mucho que mirara, no lo encontraba. Soltó una risita nerviosa no exagere, Martín, pero él en vez de reírse frunció el ceño no exagero, señorita así que se le llenaron los ojos de lágrimas. Martín se asustó ¿por qué llora? y Mariana meneó la cabeza sonriendo porque usted siempre es bueno conmigo. Martín deslizó su pulgar por debajo del ojo izquierdo de Mariana la noche que me quieras… retirando una lágrima solitaria que amenazaba con empaparlos a los dos, acercó su rostro involuntariamente al de ella las estrellas celosas… hasta que su aliento se mezcló con el de ella. Mariana lo miró y un rayo misterioso… y aunque un temblor le recorrió el cuerpo, dejó que los labios de Martín envolvieran los suyos luciérnaga curiosa que verá que eres mi consuelo… Se besaron mientras la canción se difuminaba en el fondo, las manos de él apretando el rostro de ella, las de ella sobre la espalda de él ¿recuerda cuando éramos jóvenes, Isabel? Claro que sí, Miguel. Pero cuando abrió los ojos, Martín no estaba en medio de la cantina, aferrado al cuerpo de Mariana, sino detrás de la barra, observando cómo ella se secaba las lágrimas disimuladamente. Pestañeó dos veces y pasó su lengua por sus labios, encontrando en ellos la ausencia del sabor de Mariana.
Le entró pánico cuando ella se levantó pues aún no estaba seguro de si lo que había visto era un sueño o no Martín, nos vamos, mijito, cuídese, pasen buena noche, doña Isabel. Mariana dejó la cucharilla del café sobre el platillo y lo empujó hacia la barra dile algo, Martín y después cogió el abrigo que había colgado en la banqueta ¡reacciona, carajo! deslizando sus brazos lentamente por dentro de las mangas. Pero él no se movió, ni siquiera cuando ella se lamió el labio inferior para retirar una mancha de café, recordándole el beso que había creído tener muévete, Martín. Pero él no se movió ¿Cuánto le debo, Martín? Lo de siempre, señorita.
Lo de siempre… ella asintió lo de siempre… dejando cuarenta y dos pesos sobre el mostrador lo de siempre… para después girarse hacia la salida lo de siempre… y desaparecer en la soledad de la noche lo de siempre…
Paula Gastón San Bernardo
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- Lo de siempre - 11 April, 2025
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