Es fácil (relativamente fácil) escribir un cuento fantástico al estilo tradicional, e incluso un relato fantástico moderno o posmoderno. Hay que conocer ciertas normas, por supuesto, normas no escritas, pero que se pueden deducir después de una lectura atenta de Poe, Maupassant, Lovecraft, colecciones de relatos de fantasmas, Kafka, Borges, Cortázar, Cristina Fernández Cubas o Stephen King. Se puede (se debe) empezar, por ejemplo, por plantear al lector una situación conocida, descrita con una técnica realista, para producir en él una falsa sensación de seguridad –todo dependerá, en este momento, de si el lector sabe que está leyendo un relato fantástico o no, porque eso cambia completamente su horizonte de expectativas-.
Digamos, por ejemplo, que dos hombres de mediana edad charlan amigablemente sentados uno enfrente del otro en una mesa de una cafetería. Visten como hombres de negocios, o sea, como oficinistas, traje, camisa, corbata, zapatos, relojes demasiado grandes, pelo demasiado peinado, sonrisas demasiado amplias. ¿Se encuentran al principio del relato? No, cuando el relato empieza ya están sentados a la mesa, aunque no hace mucho tiempo: todavía no están tomando nada. Hablan, ¿de qué?, de cualquier cosa, de sus mujeres, o de mujeres que no son sus mujeres. De deportes. De trabajo, pero no de trabajo en sentido serio o profundo; más bien ese tipo de conversaciones superficiales y tópicas que consisten mayoritariamente en quejas de los jefes y de los compañeros.
No debe, este introito, extenderse más allá de las dos o tres páginas (esa es mi opinión y mi gusto, por lo menos) sin que se añada un primer elemento sobrenatural o fantástico que sacuda al lector de su zona de confort. Ese primer elemento puede adoptar, en este caso, la forma de un camarero sin cara. No es que no se describa la cara, no: es que textualmente se dice que el camarero no tiene cara, que en el lugar donde debería estar su cara hay un vacío, una indefinición, un agujero de significados que no es necesariamente un agujero estrictamente hablando. (Desde el punto de vista de la respuesta del lector, es muy diferente no describir su cara que decir que no tiene cara: en el primer caso, el lector rellenará el hueco con una cara de camarero estándar, una mezcla ad hoc de los camareros que ha conocido en su vida; en el segundo caso, el lector no se atreverá a contradecir al narrador, que ha dicho que el camarero no tiene cara, y por lo tanto no pondrá ninguna cara donde el narrador ha dicho que ninguna cara puede aparecer).
A pesar de no tener cara, el camarero se comporta con una dignidad exquisita: “¿Qué tomarán los señores?”. “Un café con leche”, dice uno de ellos. “Yo lo de siempre, Lucas”, dice el otro, que así demuestra, delante de su interlocutor pero también delante del lector, que sabe lo que va a tomar. (Digamos, por otra parte, que ninguno de los dos personajes parece haber notado, o haberse sorprendido al menos por el hecho de que el camarero no tenga cara. Esta es una técnica muy habitual en los relatos modernos y posmodernos, que todavía hoy consigue notables resultados).
En el tiempo que el camarero tarda en volver, se establece uno de esos silencios incómodos que se producen casi en cualquier conversación entre dos personas que no están completamente a gusto el uno con el otro. Uno de los personajes (¿No sería mejor darles nombre, para acabar con esta indefinición? No, contesto, porque este es un relato fantástico moderno o posmoderno, y es corriente en los relatos modernos y posmodernos que los personajes se llamen A., K., X, Y, Z o directamente que no se llamen), uno de los personajes, decía, se había quedado a mitad de una frase cuando fue interrumpido por el camarero, y ahora duda si retomarla, o si eso le parecerá mal al otro, como un intento de acaparar la conversación o de convertirse en el centro de todas las atenciones.
Así que no dice nada, y los dos se quedan en silencio, mirando al resto de los personajes que hay en la cafetería. (Puede aprovecharse también aquí para describir a algunos de ellos, con dos o tres retazos físicos y alguna insinuación psicológica; estos personajes secundarios no jugarán ningún papel en la trama y no volverán a aparecer de hecho en el relato, pero pueden servir para entretener al lector mientras vuelve el camarero, y para despistarlo de la línea principal, consiguiendo así que el relato parezca más pluridimensional de lo que en realidad es).
Pero ya no hace falta: ya vuelve el camarero sin rostro, que posa delante de uno de los hombres una taza de café con leche (un azucarillo y una chocolatina rectangular que si el hombre no tiene cuidado de apartar ahora mismo, cuando vaya a comerla más tarde se la encontrará totalmente derretida). Delante del otro hombre –el que ha dicho “Lo de siempre, Lucas”, conviene aclararlo por si lector se ha perdido el detalle-, el camarero pone también una taza, pero vacía, y después la llena sirviendo, de una jarra metálica sin tapa, un líquido espeso como chocolate pero de un color rojo vivo, como sangre. Se corre el riesgo, en este momento, de que algún lector abandone la lectura pensando que le hemos vendido un cuento de vampiros cuando le habíamos prometido un relato fantástico moderno o posmoderno (al margen de modas o tópicos), pero nótese que hemos dicho “un líquido espeso como chocolate pero de un color rojo vivo, como sangre”, y no “sangre espesa y de un color rojo vivo”.
¿Qué hace el otro, el hombre del café con leche, cuando ve la bebida de su compañero? Sería fácil, si esto fuese un cuento decimonónico, anticipar su reacción: “Horrorizado y asqueado contempló”, diría el narrador, o unos términos parecidos, “cómo la humeante taza se llenaba con gorgoteos diabólicos de aquel repugnante líquido que diríase sangre”. En un relato moderno o posmoderno, cabe la posibilidad de que el personaje se horrorice y se asquee, pero también la posibilidad de que no se sorprenda en absoluto, de que no haga ningún caso a lo que su compañero de mesa está bebiendo, o incluso la posibilidad de que se muestre moderadamente sorprendido –al fin y al cabo, no sabe lo que es todavía, como no lo sabe el lector-.
El hombre del chocolate rojizo bebe un primer sorbo de la taza, y cuando la vuelve a dejar en la mesa su acompañante ve que el líquido se ha quedado pegado a sus labios. El hombre sonríe (mostrando unos dientes perfectamente normales y regularmente humanos) y se limpia con la servilleta.
No hemos dicho, hasta ahora, en qué lugar tiene lugar la acción del cuento. En una cafetería, sí, pero ¿una cafetería dónde? No en Buenos Aires, Londres, París, Nueva York. No seamos tópicos, no seamos ambiciosos. Conviene más, a un relato fantástico moderno o posmoderno, una ambientación más humilde y realista. ¿Por qué no en el País Vasco? ¿Por qué no situar la acción en una cafetería o un bar del Casco Viejo de Bilbao? Seguramente conseguiremos así sorprender al lector, porque no es habitual que un relato fantástico tenga lugar en un escenario típicamente costumbrista, una taberna mal iluminada donde los hombres mayores beben txikitos, los más jóvenes toman kalimotxo mientras juegan a ver quién se emborracha más rápido o las familias con niños comparten un chocolate con churros en invierno.
Naturalmente, corremos un cierto riesgo –otra vez- al situar la acción en el País Vasco, porque no faltará quien diga que eso regionaliza nuestro relato (solo el centro es universal, la periferia es… periférica), ni quien pretenda hacer una lectura simbólica del texto, triangulando, de una forma bastante burda, País Vasco, sangre y terrorismo, y suponiendo que hay, por debajo del relato fantástico, otro relato político subyacente que lo explica y lo amplía. Para evitar este peligro, convendrá no hacer referencias a la ideología o a los orígenes sociales de los personajes, de manera que quien quiera hacer esa lectura se vea sumido en la confusión y la ambigüedad. (Lo que conlleva, a su vez, el peligro de que alguien nos acuse de equidistancia, de mezclar a los verdugos y a las víctimas, de proponer una paz sin vencedores ni vencidos; todo ello son, naturalmente, lecturas a posteriori que ni sancionamos ni negamos).
Mientras planteábamos estas cuestiones, no menores para la estructura y significación del relato moderno o posmoderno, el bebedor de chocolate sangriento ha terminado su taza, y como de la nada ha aparecido de nuevo el camarero sin rostro, “¿Quiere otra taza el señor?”, ha dicho, y la ha llenado sin esperar respuesta con el mismo líquido viscoso y brillante de la primera vez. Entre tanto, la conversación de los dos personajes ha continuado en un tono de cordialidad insulsa sobre temas absurdos e intrascendentes (esto es de la mayor importancia, porque cualquier tema profundo que los dos personajes traten en su dialogo será propuesto, inevitablemente, como el Tema del relato).
-…Y es ya la tercera vez, la tercera, que tengo que llevar el coche al taller este año. ¿Te lo puedes creer? –dirá, por ejemplo, uno de ellos.
-¿La tercera, en serio? –el otro.
-La primera vez lo llevé porque al pasar de segunda a tercera (no de primera a segunda, ni de tercer a cuarta, no, solo de segunda a tercera) hacía un ruido como “ñeeeec, ñeeeec”…
-…Eso va a ser la caja de cambios.
-¡Eso pensaba yo! Pero en el taller me dijeron que no, que la caja de cambios estaba bien y que podía ser un problema con el embrague…
No hay límite (dentro de la moderación) para la extensión de estos diálogos triviales. Será importante hacer notar ahora que el aspecto del hombre del chocolate ha cambiado en los últimos minutos. No será peor que sea su amigo, el hombre del café con leche, quien lo note, haciéndoselo saber al lector a través de un hábil cambio de perspectiva o focalización: “El hombre del café con leche miró entonces a su acompañante. ¿Tenía antes este aspecto ceniciento y enfermizo? ¿Y esas ojeras marcadas y profundas? Él habría jurado que no, que el hombre con quien se sentó a la mesa hacía ya casi una hora era un hombre jovial, vigoroso, en la flor de la vida. Ahora lo miraba y le parecía”, etc.
Vuelve ahora a hacer acto de presencia el camarero (nunca le oímos llegar ni vemos de dónde viene), nuevamente con la jarra metálica. “¿Otra taza, señor?”. Y nuevamente la llenará sin esperar respuesta. “¿Estás seguro de que quieres otra taza?”, preguntará el hombre del café con leche con su mejor intención, ganándose una mirada furibunda del camarero (hasta donde un hombre sin cara puede mirar furibundamente) y un gesto de agradecida y estoica tristeza de su interlocutor que, efectivamente, empezará a sorber otra vez el líquido, volverá a mancharse los labios, volverá a sonreír y a limpiarse con la servilleta, el camarero ya ha vuelto a marcharse aunque otra vez no hemos visto ni cuándo, ni hacia dónde.
Convendrá hacer notar al lector, en este punto, que los ocupantes de la cafetería son diferentes a los anteriores. Una vez más, esto carece de cualquier importancia para la trama, pero añade verosimilitud. Quizás no esté de más añadir que dos de los recién llegados están hablando en euskera en una mesa cercana, volviendo a insinuar así una lectura políticamente contextualizada del relato que, sin embargo, nunca llegará a materializarse completamente.
El aspecto del hombre sigue deteriorándose visiblemente. Ya es algo tan evidente que no hace falta la intermediación del personaje, puede ser el propio narrador omnisciente en tercera persona quien lo haga notar: “Sus pómulos se marcaban como los de una calavera, y sus ojos, apagados y sin brillo como los de un pez podrido, temblaban mirando de un lado para otro sin conseguir fijarse en ningún punto en concreto. Incluso su voz, que una hora antes era viril, profunda y hasta engolada, se había ahora quebrado hasta convertirse en un gorgoteo incomprensible”.
-¿Estás bien? –pregunta el hombre del café con leche, que ya no puede contenerse por más tiempo.- ¿Quieres que nos vayamos a casa? Tu mujer…
-Mi mujer… -es todo lo que acierta a decir el otro hombre, o por lo menos es todo lo que acierta a comprenderle.
-Voy a pedir la cuenta.
Pero ya está aquí nuevamente el camarero. “¿Tenía ahora los rasgos de la cara más definidos que antes, o era impresión suya?”, se preguntará otra vez el personaje del café con leche, descargando así al narrador de la responsabilidad de afirmarlo tajantemente.
(Pero se acerca ya el final, se acelera el ritmo del relato, no conviene dejarse llevar por digresiones a partir de ahora).
“¿Otra taza, señor?”, pregunta por tercera vez el camarero, y por tercera vez llena la taza sin que nadie le dé permiso. “Tráiganos la cuenta, por favor”, dice el hombre del café con leche. “Enseguida, señor. Pero quizás su amigo quiera terminarse antes su consumición, ¿no cree?”. El tono de estas palabras es innegablemente amenazador. El otro hombre se lleva la taza a la boca, le tiemblan tanto las manos que es un milagro que no se le caiga o se le vierta el contenido. Tiene los ojos vacíos, los dientes le sobresalen caballunos, la chaqueta que antes se adaptaba a su cuerpo ahora parece bailar encima de un muñeco de alambre.
Apoya la taza en los labios (en lo que queda de labios) y bebe. Se hace un silencio insoportable, más insoportable por la presencia, cada vez más densa, del camarero con su jarrita metálica. “¡Amigo! ¡¡¡Amigo!!!”, grita el hombre del café con leche. (Acabará el relato y todavía no sabremos su nombre). Pero es inútil: el cuerpo de su amigo está ahí, pero su amigo ya no está ahí. La taza cae rodando al suelo; los relojes vuelven a avanzar; los ojos del hombre muerto siguen abiertos, mirando, mirando, mirando, y su boca sigue manchada de algo que aunque no es sangre, se parece demasiado a la sangre como para ser una coincidencia.
El hombre del café con leche se levanta, entonces, tambaleándose (se ha olvidado ya de su intención de pagar la cuenta), y se dirigirá a la salida, tropezando, a lo mejor, por el camino con una silla y tirándola al suelo (no se oirá ninguna risa a su espalda, esto es extremadamente importante), y solo cuando sale a cielo abierto anochecido y el aire frío entra en sus pulmones es consciente de que está feliz de estar vivo, de que la sensación que le atraviesa es la alegría porque es otro el muerto y no él, la satisfacción por haber pedido un café con leche y no la misma bebida sanguinolenta que su compañero. Y así se va a casa, se va a casa no sabe cómo, y cuando llega hace el amor con su mujer y ella le pregunta, “cariño, ¿está todo bien?”, porque sin darse cuenta se ha echado a llorar con la cara escondida en el hueco de su cuello.
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- Sangre de mi sangre (o veinte formas de escribir un cuento) - 14 May, 2014
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