Las burbujas viajan por el aire de un lado a otro, esquivando lámparas forradas de terciopelo. Las cortinas y los doseles dividen la estancia, donde el aire es dulce y pesado, y parece desfigurar el perfil de los ocupantes.
Las paredes, con tapices, los suelos, con alfombras, los cuerpos con seda y sudor. Todo está tapado, pero todo está a la vista. Las flautas dulces acompañan los jadeos, que empañan los cristales de los colgantes y tiaras.
Las caderas van y vienen, los dedos suben y bajan, las bocas se acercan, los labios repasan. Las pipas de hachís y opio mudan de manos, viajan por las bocas.
Una muchachita más dulce y bonita que el resto tiene tantas manos sobre ella que parece que lleva un vestido de carne y uñas, de anillos serpenteantes.
En un rincón más apartado, una pareja se entrega sin reservas, y sus yemas lo recorren todo, lo encuentran todo, lo quieren todo. Es difícil distinguir donde termina la carne de uno y comienza la del otro, quién es qué. Y parece imposible pensar que una vez, estuvieron separados.
Una mujer obesa está de pie, adoselada como los lechos de palacio. De sus pezones cuelgan sendos aros dorados, que acaricia con los dedos corazón, mientras las lenguas de los jóvenes trepan por su espalda. Como perdidos en un mapa del tesoro, las cabezas recorren de un lado para otro su enorme cuerpo, sin olvidar el más recóndito escondite, dejando un cementerio de saliva a su paso.
Siete, ocho, tal vez nueve personas, crean un rompecabezas imposible. Todos los movimientos se muestran y se esconden en el mismo instante, sobre las pieles del suelo se forma un banquete de mariposas carnívoras que picotean, rozan, devoran, acarician todo lo que encuentran a su paso.
Los espectadores, suaves como los susurros en la cama, deambulan entre todos los amantes, entre todos los amados. Se dan placer a sí mismos, miran ávidos en derredor y captan el más mínimo detalle, a veces se unen a un grupo o a otro, a veces relevan a quien acaba de estallar. Otros, simplemente, flotan entre mareas de placer.
Los huesos de las uvas se van acumulando en los rincones, arrastrados por los riachuelos de lágrimas, flujo y sudor. El olor del semen comienza a inundarlo todo.
Las extremidades cada vez se mueven más rápido. Los dientes cada vez están más afilados. Los besos se convierten en dentelladas, las caricias en tajos, pronto el fuego arde en el interior de todos los ojos.
La sangre no tarda en manar; alguien ha tirado con fuerza de los aros de los pezones de la obesa y con un alarido sordo deja escapar ríos rojos de sus voluminosos senos.
Los amantes de la esquina comienzan a devorarse, entre gritos de dolor y placer van comiéndose, y se unen más que antes si cabe, estando tan juntos que casi desaparecen.
Uno de los espectadores vomita entre la muchacha bonita y las manos que le rinden culto, que esparcen la suciedad por su esbelto cuerpo, y tratando de recuperar la belleza sepultada, las uñas escarban entre los restos con ansia, con tal ansia que le arrancan la piel.
El hedor ya es inaguantable, el miedo se apodera de los caídos, que retorciéndose entre la sangre, el vómito y el semen defecan y lloran. Otros, se ciegan los ojos con las uñas, se arrancan las lenguas a mordiscos, conscientes de que nada de lo que hagan será capaz de rivalizar con lo que hallan a su alrededor.
Poco a poco, las burbujas van explotando y la fina película que les daba vida se posa sobre las costillas desnudas, sobre los cráneos abiertos, sobre los esqueletos afilados, sobre los ojos ciegos, sobre las extremidades arrancadas, sobre los dientes rotos de los invitados a la fiesta de la locura.
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