Valladolid
El sol del mediodía se abre paso entre las hojas. Se mueven, a capricho de este aire que anuncia el final del verano. Tendida junto a los árboles, escucho música de jazz. La voz de una mujer blanca habla de un amor malogrado. Lágrimas, palabras, sueños, recuerdos, lluvia, silencio.
El hombre que plantó los árboles murió y ellos han seguido creciendo. Era joven. Sucedió en otoño, una tarde de tormenta. El rayo rompió un cable de alta tensión que se le vino a enroscar en el cuerpo como un látigo. Cuando lo llevaron a la casa tenía los ojos abiertos y una huella negra cruzándole por la cintura, por el pecho. En las manos, como un macabro tatuaje, quedaron marcadas las hojas que estaba recogiendo. Los que lo vieron, aseguraron que eran hojas de chopo y que parecían dibujadas con tinta negra. A veces la muerte tiene estos desatinos.
Años después, tuvieron que talar unos cuantos árboles para asegurar una zona de sol. Dejaron los troncos cortados y los que vienen a bañarse, los utilizan para dejar sus cosas. Los troncos recuerdan a las patas de los elefantes, con sus cortezas grises, secas y rugosas. A la caída del sol se alejan los bañistas y llega el silencio. Árboles y troncos se quedan solos. ¿Qué se dirán?
Anoche, la lechuza blanca que se posa en el tejado me hizo preguntas. Yo intentaba contarle, de manera desordenada, pasajes de Ana Karenina. Quería decirle que no es un libro en las manos, que es un mundo en las manos. Que uno podría pasar la vida leyendo una y otra vez Ana Karenina, hasta que un día de tormenta el látigo de fuego lo atrapase para tatuarle hojas, flores, alas de lechuza, el nombre de aquél que plantó los árboles…
También quise hablarle de Sánchez Ferlosio y, aunque se echó a volar, yo seguí contando. Y me llevó un rato describir la librería de viejo y cómo apareció Alfanjuí en un cajón de madera desgastada. Una sorpresa de páginas ásperas y amarillentas. ¿Dónde estás, lechuza? Si hubieras venido de madrugada… me hubieras encontrado con Carver. En la mesilla, Tres rosas amarillas.
El otoño se acerca con paso ligero, viene revolviendo las hojas caídas. ¿En recuerdo del hombre que plantó los árboles? Con los auriculares puestos me escondo entre la ropa tendida, dejándome envolver por la sábana. Comienza a llover, las gotas atraviesan el improvisado capullo que me protege. Música de jazz. De pronto la música desaparece. Siento la extrañeza de dos alas blancas que se despliegan en mi espalda. Echo a volar.
¿Dónde vas, lechuza?
Copenhague
Dejé atrás la estación. Para cruzar la avenida seguí los pasos de una joven que llevaba la cabeza cubierta. Los pliegues del velo negro enmarcaban su cara hermosa. Los labios secos habían olvidado el color, como el pétalo de rosa guardado entre las páginas de un libro. Empujaba una silla donde dormía con los ojos entreabiertos un bebé de piel oscura. Agarrado a su largo vestido había otro niño con la mirada algo triste. Fueron los zapatos, que parecían quedarle pequeños, los que me provocaron tanta lástima.
Ya en la otra acera, caminé hacia el barrio donde me alojaba. Me perdí intencionadamente por las calles que llevan al parque del lago. Hay pequeños restaurantes que a esta hora sirven cenas. Se diría que las mesas están dispuestas para el que pasea y mira. Copas de cristal, tan grandes que no extrañaría ver peces azules nadando en silencio. Arreglos de flores; en cada mesa se permiten un detalle diferente. Delicadeza. Me acerco para distinguir el interior. Más mesas y en la pared del fondo, pequeñas lucecitas adoptan la forma de una enredadera. Capricho.
Ya en el puente, me fijo en una pareja. Se besan. El chico se aparta un momento y se queda mirando a la chica. Ríen sin soltarse las manos. Se besan.
Observo la marea silenciosa de las bicicletas. Se detienen en un semáforo. Destaca un cuerpo erguido, el de un hombre joven que se estira queriendo atrapar un último rayo de sol que llega entre calles. Agosto regala calor, aquí escaso.
Ya en el barrio, entro en el parque que se ve desde mi ventana. No quisiera irme sin verlo. Está rodeado por un muro color mostaza, más propio de una ciudad de África que de un país del norte.
Se oyen voces de niños entre los árboles. En realidad es un cementerio, un antiguo cementerio con árboles centenarios. Tiene una alameda central que lo atraviesa y caminos a ambos lados por donde se puede pasear entre las tumbas. Hay un niño que gatea en la hierba. La madre susurra algo mientras le acaricia. Cerca, en una piedra se puede leer un nombre. Anne Marie Nielsen, 1889-1903. Los árboles son viejos, como el cementerio que ahora es parque. En lo alto, las copas se acercan unas a otras y crean cierta penumbra.
Paseo entre las tumbas con curiosidad. Leo con interés las fechas. No los nombres. Saber cuánto tiempo han vivido es finalmente lo que cuenta. Un indicador de madera señala la tumba de Hans Cristian Andersen. El seto con campanillas blancas me obliga a bajar la cabeza para acercarme. Al otro lado, bajo la tierra donde crecen unas flores de pétalos desiguales, descansa el hombre que escribía cuentos. Antes de que el sol desaparezca quiero coger una hoja para guardarla en mi cuaderno. Me inclino, elijo una hojita de roble. A mis pies, una sorpresa. Un gran escarabajo, de un verde demasiado claro, inusual. Como si hubiera muerto antes de nacer.
Me alejo con cierto desasosiego de este rincón. Busco el camino que lleva a la alameda. De nuevo, me inclino ante las campanillas blancas mientras pienso en la muerte de la joven madre cubierta con el velo, en la muerte de su hijo de ojos entreabiertos y en la de su hijo al que parecen quedarle pequeños los zapatos; en la muerte de los jóvenes que se besan en el puente, en la muerte del hombre que atrapa rayos de sol, en la muerte del niño que gatea entre las tumbas y en la de su joven madre.
Copenhague se queda sin luz, yo abandono el reino del escarabajo verde.
¿Dónde vas, lechuza?
Nápoles
He llegado al anochecer. El taxi me ha dejado en el centro. He preferido caminar hasta el hotelito, entre calles estrechas, hasta cruzar aquella plaza empedrada. A pesar de las cien escaleras. Ya en la habitación, he abierto las contraventanas para admirarte de nuevo, Vesubio. Esta vez viajo sola.
La presentación será por la mañana, en Feltrinelli. Hubiese preferido otra librería, de esas que tienen las baldas combadas y un cierto desorden. Pero ¿Quién decide estas cosas? Asistirá la autora, sus editores en Francia, Alemania y España. Esta vez han querido contar con la presencia de la ilustradora, poco común en el mundo editorial.
Salgo al pequeño balcón de piedra. Quiero ver en el cielo alguna señal, pero Nápoles duerme. Con desánimo, decido entrar, pero entonces quedo atrapada por el deteriorado sonido de una motocicleta que se aleja y la voz de una joven que grita: Antonio, aspetta .. non andaré, dammi un bacio.
Cierro los ojos pensando en esta ciudad insólita donde el amor se abre paso entre la ropa tendida, aullando en la oscuridad como tú, lechuza.
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- Una lechuza en el tejado - 6 February, 2017
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