Gabriel Hormaechea, finalista del Premio Nacional de Traducción, ha conseguido trasladar al castellano hasta el último de los términos y juegos de palabras que ocupan los cinco tomos de Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais. Ha llegado a traducir palabras que solamente se habían registrado una vez en toda la lengua. Sin duda, se necesita a un loco para traducir a otro loco.
Ya lo escribí cuando entrevistamos a Javi Cámara, el mundo de los libros no no sólo lo crean los escritores. Existe un sinfín de individuos que conforman este universo tan enigmático como atractivo. De entre todas las profesiones que rodean a la literatura, tal vez la labor más discreta y delicada sea la del traductor. Gabriel Hormaechea, docente en la universidad Pompeu Fabra, es un ejemplo evidente. Ha traducido a autores como Sartre o Maupassant y ha cosechado numerosos premios por su reciente traducción de “Gargantúa y Pantagruel” de François Rabelais (ed. Acantilado).
-Creo que llegaste a contactar con el presidente de una asociación de cetreros para consultar un término que no conocías.
En mi oficio la precisión es una cuestión de pundonor. Rabelais era un loco de la lengua y su literatura un alarde de vocabulario. Al Presidente de la Asociación de Cetreros Aragonesa le llamé un día y me presenté como un traductor desesperado. Buscaba una palabra que no aparecía en ningún diccionario bilingüe y que significaba, específicamente, excremento de halcón. Cuando le pregunté por la versión castellana me dijo que, por supuesto, existía. La palabra exacta era “tullidura”.
-¿Todo se puede traducir?
Ese es uno de los retos de mi oficio. Esta obra, por ejemplo, guarda más de mil juegos de palabras. Rabelais jugaba con el sentido, con el ritmo, con la musicalidad. Si uno trata de traducirlo literalmente pierde la idea original. Si yo sé que el interés de la frase reside precisamente en ese juego y no tanto en el contenido intelectual, mi obligación es ser fiel a la intencionalidad. Si su intención es hacer reír, yo debo intentar hacer reír al lector. Y para eso no vale una nota que ponga ‘Juego de palabras intraducible’.
-¿Y no se pierde el valor original de la obra?
Al hombre que tradujo en el siglo XVII la obra de Luciano le achacaban que sus versiones eran bellas, pero infieles. Él, en una dedicatoria, escribió que si Luciano no tenía gracia, entonces no era Luciano. Yo digo lo mismo: si Rabelais no tiene gracia, no es Rabelais. Un buen traductor no debería traducir palabra por palabra, sino sentido por sentido, efecto por efecto.
-Chancro, bellaco, lerdo, gandul, hampón, patán, bergante, matasietes, pisaverdes, taimado, trapacero, alfeñique, boyero de zurullos… Los insultos del libro tampoco tienen desperdicio.
Lo maravilloso de Rabelais es que esto mismo lo hace con refranes, excrementos, con distintos elementos de la armadura, con maniobras de vela, con alquimia… Era un apasionado de la lengua y constantemente buscaba palabras sabrosas, curiosas, eufónicas. Cuando encuentro este tipo de cataratas de vocabulario, yo intento seguir su mismo juego, eso sí, utilizando las cartas del castellano. Mira, en este caso, boyero de zurullos fue una traducción literal. Es posible que se lo inventase el propio autor.
-¿Tropezaste con algún obstáculo lingüístico especialmente complicado?
A veces me encontraba palabras que no tenían ninguna definición. En lingüística las llamamos ‘hapax’, es decir, palabras que solo están documentadas una vez en toda la lengua. No aparecen ni en diccionarios oficiales, ni en internet, ni en otros corpus.
-Espera, ¿son palabras que solamente existen en esa página concreta del libro?
Exacto. Lo que ya no sé es si se trata de un invento del autor o si es una palabra olvidada que ha sobrevivido exclusivamente a través de este texto. Con Rabelais me ha ocurrido varias veces.
-¿Y cómo las traduces?
Pues acudo a aquella gente que ha dedicado su vida entera a investigar la obra de Rabelais y busca justamente estos significados. Existen esas personas, de verdad. Una de ellas es Guy Demerson, al que mi editor Vallcorba (fundador de la ed. Acantilado) consiguió como prologuista del libro.
-¿Cuánto duró esta aventura?
El libro comenzó como un trabajo académico sobre el Gargantua y Pantagruel. Después de dos años de palabras técnicas y metaplasmos me acordé de Jorge Semprun cuando dijo “estoy hasta los cojones de todos estos niñatos telquelianos con sus semioleches”. Yo también me harté de las semioleches y decidí traducirle directamente. En total, trabajé durante 4 o 5 años. Tres horas todas las mañanas.
-¿El último tomo de la serie lo escribió Rabelais o se trata de una falsificación?
Expertos como Demerson te dirán que hay capítulos que son evidentemente suyos y que otros probablemente no lo sean. Es posible que haya pasajes del quinto tomo que no pertenezcan al autor y que se escribieran para completar la historia inacabada, por su editor o quien fuera. Rabelais fue un escritor muy leído en su época.
-¿Y por qué deberíamos leer hoy Gargantua y Pantagruel?
François Rabelais fue un hombre del Renacimiento, un autor que está a la altura de Shakespeare y Cervantes en el siglo XVI. Y sin embargo en España apenas se le ha leído. Quizá por las traducciones, saturadas con pies de páginas, o por la ausencia de una guía contextual al comienzo de los capítulos. Yo he intentado retratar el espíritu esencial de la obra original. Rabelais es un autor divertidísimo, te lo pasas cañón leyéndolo, pero también es muy complicado; esconde una crítica profunda de su época y es capaz de combinar el registro del carnaval y las heces con el de lo sublime y lo divino. En el prólogo, él mismo se compara con esos perros que devoran la carne del hueso, que lo olfatean y mordisquean para finalmente romperlo y encontrar el sustancioso tuétano. Ese sustancioso tuétano ha dado lugar a bibliotecas y bibliotecas…
Martín Ibarrola
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Blanca Oraa Moyua dice
Un asunto peliagudo.
Natalia dice
Un encaje de bolillos, la labor del/de la traductor/a. Muchas gracias por evidenciarla.